Relatos breves, poemas y paridas varias

Tuesday, September 13, 2005

Xoroi


Allí estaba Yusuf, aún vivo, libre, superviviente en el centro de sí mismo, rodeado por un infinito
azul, solo cortado por el eterno acantilado, en la breve lengua de arena, contemplando la peor
escena que un corsario como él podía imaginar. El sol se ponía sobre el horizonte de su
esperanza, y contra él se recortaban las velas de su nave, que ya marchaba rumbo a la lejana Izmir, con sus bodegas llenas de un botín compuesto por animales de granja, alimentos frescos recién robados en las huertas de la isla, algunas armas incautadas y una decena de esclavos.
Zeino, el despiadado jefe de aquella expedición, acordó con sus dos hombres de confianza Devrim y Temel, desviarse hacia el norte, tras zarpar de Argel, donde gozaron de la hospitalida del mismísimo virrey Eludj Alí.
Lograron así sortear una tormenta, pero acabaron en aquella isla poco poblada, cuyas pequeñas playas rodeadas de altos acantilados, al abrigo de los fuertes vientos del norte y de los enemigos, eran el mejor refugio.
Mientras amainaban los vientos decidieron rapiñar los pueblos y las huertas que encontraron a su paso, pero en pocos días los isleños encendieron hogueras, hicieron señales de humo para
comunicarse el peligro, enviaron a los marinos mas avezados a que desafiaran la tormenta en varios "llauts" para pedir ayuda en las costas más cercanas, a un días de distancia y organizaron para defenderse partidas que ya se encaminaban a la cercana playa donde fondeaban los berberiscos.
Pero allí ya sólo quedaba Yusuf y sus brillantes ojos negros derramando lágrimas en la solitaria
arena, contemplando incrédulo un mar de olas desoladas, murmurando nosequé desgracias,
distante como nunca, engullía al sol, y el barco al que había dedicado tantos sufrimientos.
¿Porque?, preguntaba el desgraciado a las olas, que le repondían con un desconocido lenguaje de
oscuras y extranjeras espumas, devolviéndole con cada onda que arribaba a la arena, la misma
pregunta. Porqué, porqué, porqué repetían el oceano y el eco del acantilado una y otra vez ante un hombre arrodillado, harapiento y extranjero en tierra enemiga.

Sollozos de espuma consolados por las arenas, pero no aquellas de su bien conocido amigo el
desierto coronado de alegres palmeras, sino aquellas arenas tristes, aquel silencio, cansancio, muerte de arena.
Pero la fuerza del mar se fue deslizando en su alma y entonces él decidió que no sabía cómo, pero sobreviviría y no solo eso, además adoptó la firme decisión de que sería feliz junto a una mujer que lo quisiese.

Cuando recuperó el sentido de la realidad el viento había amainado y soplaba del noroeste, eso
ayudaba la singladura de sus antiguos compañeros. -Así se los trague el océano- masculló entre
dientes. Pero el viento le trajo también sonidos de perros furiosos del interior de la isla. Entonces sus instintos más primarios le empujaron a huir hacia los caminos que iban a los acantilados, donde recordó que le habían dicho que había unas cuevas, guiado, casi salvado, por la luna llena,
que se erguía de puntillas sobre el horizonte, los caminos le condujeron a un callejón sin salida,
pues llegó el momento en que no podía seguir corriendo, pues un acantilado de 25 metros de alto
le cortaba el paso, miró hacia atrás y comprobó con pavor que las luces de las antorchas se
acercaban acompañadas ladridos de los perros, entonces perdió el equilibrio y cayó al vacío,
con tal suerte que pudo asisrse a la rama de un pino, luego comprobó en medio del vacío de la
noche y del estruendo de espumas que rompían contra la piedra, que había un saliente de roca por donde podía caminar, un pequeño camino que le conducía hacia una cueva que nada mas ver reconoció como un lugar ideal para pasar el tiempo que fuese necesario.

No le asustaban las alturas, era fuerte y valiente, y de adolescente ya le gustaba subirse a los
acantilados cercanos a Karaburun a coger huevos de las aves que allí anidaban así que se encontraba a sus anchas. Mucho más a gusto se sintió cuando vió llegar a las alturas del acantilado a los canes a la playa, y a cientos de pequeñas luces, antorchas que le buscaban y poco después se alejaron y lo dejaron en paz, dándole por perdido. Entonces él se inclinó de rodillas hacia el sureste y dió gracias a Alá por haber escapado con vida de aquel trance, y se prometió que pronto estaría de vuelta en Izmir.

A la mañana siguiente cuando abrió los ojos vio el mar en calma y un paisaje muy hermoso. Tras las oraciones de la mañana, comprobó que la cueva era mucho más profunda de lo que podría haber imaginado y se maravilló cuando se introdujo en ella y comprobó su buena ventilación con varias entradas para la luz a modo de ventanas. También comprobó que la cueva tenía varias entradas, las disimuló con ramas . Además había un arroyo de agua dulce.
Al principio no se alejó demasiado de su cueva, por precaución, pero poco a poco se fue adentrando hacia tierras pobladas de olivares, pinos encinas, algarrobos y alguna que otra palmera. Observó un gran cerro en medio de la isla y supo por el trasiego de los carros que se trataba de un lugar rico, lleno de pequeñas ciudades y muchas huertas.

Comprendió que no se trataba de un mundo tan ajeno al suyo, que había muchas cosas en común, y con el tiempo tiempo aprendió a escuchar a la naturaleza, -como buen seguidor de la esucela sufí- sobre todo, a aquel mar antiguo, que se hizo su mayor consejero, oyendo sin descanso la silenciosa confesión de sus recuerdos.

Más por culpa de la soledad que por otra cosa, se acercaba a algunas casas rurales a curiosear y sin querer aprendía algo de aquel idioma que no le era del todo ajeno, pues lo había oido en muchos barcos en los que había cruzado tantas veces el Mediterráneo. Como buen marinero en seguida reconoció por los gestos y las conversaciones, el nombre que daban a los difernetes vientos, xaloc, tramontana, mestral, gregal, o levante, que gobernaban la vida en la isla influyendo en el mar, en la tierra y entre sus gentes, sobre todo la temible tramontana del norte.
Mientras, crecía la preocupación en todo el archipiélago por el constante azote de las incursiones
de piratas berberiscos que se convirtieron en una auténtica plaga y se tomaron medidas inmediatas.
Se comenzaron a construir torres vigía, crearon patrullas ciudadanas y pequeñas flotillas de
galeones patrullaban las islas en busca de posibles invasores. Sin embargo, en aquella apartada isla nada parecía ocurrir, por el momento. En el pasado las numerosas incursiones de piratas hicieron que las autoridades pensasen seriamente despoblar y abandonar la isla. Sus habitantes se negaban a aceptar la pérdida de sus tierras y enviaban toda case de cartas a las autoridades informando de la situación "andan tan señores de la mar los dichos turcos y moros corsarios, que no pasa navío de Levante que no caiga en sus manos, y son tan grandes las presas que han hecho, así de christianos cautivos como de haciendas y mercancías, que es sin comparación y número la riqueza que los dichos turcos y moros han avido, y la gran destruición y assolación que han hecho en la costa.

Las tierras marítimas se están incultas, bravas y por labrar y cultivar; porque a cuatro o cinco leguas del agua no osan las gentes estar: y así se han perdido y pierden las heredades que solían labrarse en las dichas tierras".

El día en que María, -la solitaria y célebre joven viuda con dos hijos, objeto del deseo y
víctima de un Duque, cuya vida fue de boca en boca por toda la isla y luego fue olvidada-, vió a
Yusuf bañarse desnudo en su pequeña cala, algo se movió en su interior así que decidió espiar
secretamente a aquel hombre y poco a poco fue admirando heroicamente su belleza morena, de
aspecto familiar. -No es de aquí, -se dijo-, parece de una isla cercana-. Aunque bien pensado, los
hombres desnudos no tienen grandes diferencias de unas regiones a otras. María esperaba ya poco de la vida cuando encontró a aquella especie de náufrago, a su vez una tabla a la que amarrar el naufragio de su propia existencia. Solo podía dar de nuevo que hablar a las aburridas lenguas de la isla, así que no tenía nada que perder ni qué pensar.

No desaprovechó la ocasión, y al domingo siguiente después de misa, volvió a la posada en
que trabajaba y se tomó el resto del día libre, cogió algo de comida, la puso en una cesta
y se fue a la playa. Allí se aseguró la atención del náufrago que pareccía surgir súbitamente de las rocas y cuando estuvo segura de que la miraba se quitó la ropa y se dió un baño. Como él no
respondía quizá por miedo, se le insinuó con gestos y se contorneó varias veces, lo suficiente como para conducirle a aquella escena bajo los árboles que jamás olvidaría en su vida. Yussuf consideró aquello como un regalo del cielo y rezó más que nunca a Alá, en primer lugar para que aquellos encuentros no terminasen y en segundo, para que la mujer a la que él llamaba Azahara, -igual que en las leyendas de la lejana Alándalus-, creyese lo que él le decía por señas, no conocerá el idioma, pensó ella. Así, el le pidió que no revelase a nadie su paradero pues su vida dependía de ello.

-Te llamaré Xoroi, -dijo ella-. Que quiere decir bello-. Y él respondió con una sonrisa aprobatoria.
Pronto, los dos amantes alcanzaron gran confianza y compenetración, las visitas de María se
repetían cada fin de semana y el cariño fue creciendo entre ellos. El no era un salvaje como ella
podría haber pensado inicialmente, ni ella provocaba los recelos y la desconfianza del huidizo y
asustado extranjero.

Yusuf le mostró el escondite de su cueva y ella se quedó estupefacta, pues estaba acondicionada
como una vivienda limpia y cuidada. En algún rincón del suelo terroso el náufrago había sembrado tomates, pimientos y otras plantas que le servían de alimento, creando un sistema de reigo, alimentado por la recogida de aguas de lluvia, que iban a parar a un hueco en el suelo que hacia de cistrena o piscina natural. En otro había cerrado un espacio con palos y cañas y allí criaba aves de corral robadas de granjas cercanas. Las paredes estaban adornadas con restos de redes, conchas marinas y otros objetos hechos por el hombre que el mar acercaba hasta la playa.

Trozos de pared rocosa estaban pintadas con dibujos geométricos hechos con pinturas naturales diluyendo tierras rojas y blancas en agua. Las "ventanas" naturales, huecos con forma eliptica que daban al mar, estaban protegidas con fuertes maderas atadas. En otro rincón había construido una especie de chimenea con piedras y adobe donde cocinaba y se calentaba. Desde el primer momento, María, -Azahara en su nueva vida- quedó encantada con aquella imporvisada casa, que decía mucho de quien la habitaba, mucho mejor que el cuarto de la posada de Alaior donde malvivía casi como una esclava con sus pequeños.

Cada vez que iba a la cueva de Xoroi vivía los mejores momentos de la semana, sentía la libertad mientras nadaban desnudos por quellas aguas cristalinas junto a los acantilados al abrigo de las
miradas, cogían peces frescos, mariscos y crustáceos, huevos de aves que comían mientras veía
ponerse el sol en el océano. Ella sintió aquella cueva y a aquel hombre como algo suyo. Sin
embargo, el resto de la semana discurría anónima y desdibujada por entre los vistantes de la posada, anhelando que llegara el domingo para ir a visitar su pequeño tesoro secreto.

Le relación entre Azahara y Xoroi fue ampliándose con todo tipo de beneficios mutuos, ella
mantenía el secreto de aquel bello náufrago, le enseñaba algunas palabras en la lengua de la isla, que el aprendía rápidamente gracias a su curiosidad innata, le proporcionaba herramientas para cortar y trabajar la madera, para que construyese muebles y alguna pequeña balsa para moverse con mas facilidad por mar y le llevaba alimentos. A cambio, él le ofrecía la hospitalidad de su cueva, y de buen grado enseñaba a los dos niños de Azahara, Joan y Jordi, de ocho y diez años a pescar con una rudimentaria caña, a cazar, a nadar, a cocinar, a navegar a escalar las paredes de los acantilados y en una palabra a ser hombres fuertes, libres e independientes. Los niños apreciaban sentir por primera vez la figura de algo parecido a un padre y la madre valoraba en lo más profundo que aquel hombre la tratase como a su esposa, sobre todo después de haber sido ignorada cuando no maltratada el resto de su vida, por eso tenía miedo de preguntar más de la cuenta a Xoroi.

Ambos estaban viviendo una especie de sueño hecho realidad y temían que acabase.
A pesar de la precaución extrema con que se conducían Azahara y sus hijos no pudieron evitar
levantar sospechas, cuando les veían los dueños de la posada en que trabajaba, coger cantidades
inhabituales de comida, aquella ropa de día especial, o aquella injustificada expresión de alegría.
-Esta esconde algo-, dijeron. Fueron poco a poco sacando la madeja por el hilo, atando cabos,
levantando sospechas, comprobando cómo desaparecían aves de corral y otros alimentos de las
granjas, mirando extrañas huellas sobre la tierra, haciendo preguntas a los hijos de María y
escuchando nuevas quejas de otros campesinos que habían notado que les faltaban algunas
hortalizas o gallinas desde hacía meses.

Y la respuesta llegó un domingo de verano. Les bastó seguirla hasta la cueva de los acantilados
para comprenderlo todo. Cuando los soldados entraron en la cueva, armados de mosquetes y
espadas lasorpresa les paralizó, la cueva convertida en una casa llena de galerías y sinuosidades. El musgo se mezclaba con las estalactitas y un helado aliento acompañado de un sordo rumor de
palabras llegaban de lo más profundo. Los soldados entraron doblaron un recodo y oyeron un ruido, apuntaron con sus armas y solo vieron a María aterrorizada apretando contra sí a sus dos hijos pequeños. Llevaba el pelo suelto y su tez era pálida, sus ojos expresaban un sentimiento profundo e inescrutable. Cuando los soldados dieron el primer paso hacia la mujer, de la oscuridad salió la mirada fiera de Xoroi que intentó inútilmente reducir a los soldados. Cuando se cansó de luchar y se dió cuenta de que los soldados se aprestaban a disparar, prefirió correr y lanzarse ciegamente al vacío de los acantilados ante los gritos de pavor de Azahara, mientras veinte metros más abajo, solo vieron el mar pardo, oscuro, casi de luto, pero ribeteado de espumas blancas llenas de esperanza.

Xoroi había pasado defintiivamente a la leyenda.
Jamás nadie en aquella isla sabría nada más de él. Infructuosamente buscaron durante horas su
cuerpo, pero no lo encontraron. Los soldados solo pudieron llevarse a María y a sus hijos de vueltaa la posada donde trabajaba en la villa de Alaior. Ella cayó en un mutismo absoluto, no hablaba apenas, y respondía con vaguedades ante las preguntas de todo tipo que le hacían sus
convecinos. En el siguiente mes, ella pareció olvidarse por completo de su vida pasada y se
reintegró con una pasmosa normalidad a su nueva vida, como si Xoroi no hubiese existido jamás.
Una noche bien entrada la madrugada cuando todos dormían Azahara se levantó en su cuarto de la posada, vistió a sus dos niños, salieron sin hacer ruido ni ser vistos por nadie y se dirigieron hacia la playa cercana a la cueva de Xoroi. Una vez llegó a la playa la luna llena dibujó con toda nitidez una pequeña barca hecha a mano, en su interior, un hombre reamaba. Cuando la barca llegó hasta donde estaba la mujer,el hombre puso pié a tierra y su huella quedó grabda en la arena, de repente las nubes dejaron paso a la luz de la luna llena y descubrieron a Xoroi que avanzaba hacia ellos.
Azahara y los dos niños le abrazaron emocionadamente, le habían echado mucho de menos. Tal y como habían acordado meses atrás, se subieron en la barca y remaron con destino a un futuro mejor.
En la isla que dejaron atrás, quinientos años después aún corre de boca en boca la leyenda de Xoroi, aquel moro pirata abandonado por los suyos en la playa que supuestamente raptó a una mujer del vecino pueblo y la llevó a vivir a su cueva. Cuando afuera sopla la tramontana las madres cuentan a sus hijos mientras los arropan en la cama antes de dormir que tienen que portarse bien y dormirse pronto o de lo contrario podría venir el moro pirata Xoroi, violento y feísimo, hasta con una oreja menos, que aún se desliza por los campos y las huertas de la isla, sediento de sangre, enmascarándose en las sombras.

Por este motivo los habitantes de aquella isla, no pueden dejar de sentir un escalofrío procedente de lo más profundo de la primitiva cueva de su alma cuando ven llegar a los inmigrantes árabes de nuestros días, en los que ven quizá aquel indómito y peligroso Xoroi. En la cueva de las leyendas se esconde el otro lado de la realidad, que siglos después siguen cumpliendo su función
propagandística o ideológica.

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