Blanca
Era miércoles de ceniza en Vallegrande y el pueblo se llenaba de forasteros en busca de la alegría, abandonando las prisas de las ciudades para entregarse al dulce discurrir de la vida entre los meandros del tiempo en pequeños pueblos en fiesta. Carros alegóricos recorrían las calles en medio del jolgorio de gente vestida con sencillos disfraces hechos a mano y tocados con sombreros de paja.
Daban las diez de la noche en el reloj de la torre de la iglesia, cuando Blanca Luz se sentó en un banco de la plaza a ver cómo todos bailaban con jarras de macerado de frutas - duraznos, ciruelos, manzanas, uvas, sawinto, quirusilla o yana yana- en una mano y en la otra a sus parejas, al son de músicos entonando kaluyos con guitarras, acordeones y mandolinas:
-Las mujeres d'este tiempo, son como el alacrán; cuando lo ven a uno tan pobre, alzan la cola y se van. Ya viene el agua cayendo, tapando el campo verdoso, Si no quieres que me moje, tápame con tu rebozo.
De repente, Blanca y Carlos se cruzaron las miradas y él abandonó inmediatamente el grupo de muchachas con el que se divertía para ir a abrazar a su antigua amiga, mientras las muchachas del pueblo se quedaban murmurando a sus espaldas.
Los grupos cantaban por la plaza:
-Cuando gritan las gallinas/ Es señal que han puesto huevo. Así son pues las mujeres, cuando buscan amor nuevo. Por qué te pones tan triste, tan sin consuelo; tan lo mismo es en la cama, como en el suelo.
Las muchachas del pueblo se morían de envidia al ver cómo una recién llegada les quitaba al sobrino del alcalde y descendiente de los andaluces fundadores, al rico y único heredero, al más guapo y perseguido.
Ella cogía suavemente a Carlos, por los rizos de su cabello, mientras que el azul de sus ojos le transmitía una enorme paz a su atormentada alma.
-Nunca te agradeceré lo bastante el sueño que me estás haciendo vivir esta noche, decía ella. No sabes cómo lo necesitaba. -Ulises me...Blanca iba a decir algo pero los dedos de Carlos pararon en seco sus labios y luego juguetearon con ellos.
-Calla ahorita, no lo estropees. No tienes nada que agradecer. Hay que vivir lo más intensamente que se pueda. No te preocupes, no merece la pena. Piensa en el ahora.
Blanca y Carlos se lo pasaban en grande, bailaban y bebían, llamaban a las puertas de las casas y les ofrecían una bebida hecha con leche, huevos y singani, luego llamaban a otra y recibían queso o choclo, que comían a grandes bocados, como si quisieran apurar rápido aquellos manjares, como si tuviesen prisa en vivir. -Cuando yo me case, mei casar con tres, dos pa' los costaus, una pa' los pies. Hace ya jartito lo rifé mi cuero, pero pa' las chotas sigo pues soltero.
Entonces, Carlos cogió de la mano a su pareja y se fueron caminando bajo los soportales de los edificios coloniales, luego se montaron en la moto y se perdieron en medio del bullicio en dirección a una cercana era donde pudieron hacer el amor a gusto hasta que amaneció.
Fueron a ver amanecer con una comparsa al cercano pico de una montaña. Vestían todos de luto, con jirones de ropa negra por el entierro de la sardina y Blanca sintió un escalofrío premonitorio, pero Carlos, lo achacó al frío del amanecer y se quitó su rebeca para dársela a ella. Luego siguieron la costumbre de ir a las haciendas cercanas a beber sucumbé y allí terminó la fiesta. Carlos la dejó en la puerta de la casa de sus padres y movió el brazo de forma imprecisa, quizá imitando un signo de interrogación y ella le tiró un beso. Había sido sin duda ninguna, la noche más maravillosa de su vida y Blanca vivió en una nube las siguientes semanas, anhelando volver a ver al primer homrbe del que se había enamorado. Sin embargo, cuando le volvió a ver deseó que la tierra se la tragara.
Fue casualmente en un autobús lleno de gente. El estaba Asomado a una ventana y hablaba con con una mujer joven que sujetaba a dos niños de tres y seis años. Cuando ella por fin logró reunir fuerzas para dirigrle la palabra, el símplemente le dijo, -disculpe, pero usted debe haberse confundido con otro y se bajó del autobús en la siguiente parada, mientras uno de los niños le cogía la mano y la mujer, la otra. Blanca tuvo que emprenderse a fondo en aquel instante para no volverse loca.
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