Ulises
A la cabeza de Ulises, llegaron las siglas de tres palabras. R.I.P. Esto significa que alguien va a morir, se
dijo a sí mismo en medio del duermevela.Luego, esas mismas siglas se repitieron otras veces, aunque
no se asustó. Pensó que se trataba de un pensamiento absurdo que logró apartar de su cabeza y se durmió.
Estaba cogiendo aceitunas en las lomas blancas que el cielo amenazaba con una lluvia triste
al pie de un olivo tan viejo como el mundo, cuando vino una mujer corriendo por los campos, gritando
como loca, los cabellos desordenados y enredados en el viento, llorando y gimiendo, era la viva imagen de la
desesperación, era la viva imagen del dolor, era la misma Virgen de los Dolores. Daban ganas a uno de
cantarle una saeta, de ponerle una diadema de oro, velas o azahares recién cortados.
Se tiró de rodillas, se llevó las manos al corazón. –Orestes ha muerto-, dijo como si dejara caer al suelo un
fardo que llevase bien sujeto al alma. -Pero, mujer, hace media hora hablé con él, -dijo uno. ¿Estás segura
de lo que dices?.Yo tenía previsto verle dentro de un cuarto de hora, dijo otro.
Ya se lo llevan camino de su casa. Se desplomó al suelo mientras trabajaba. El médico dijo que no se podía
hacer nada por su vida.
-¡Que me dejes!, susurró Orestes a un amigo que acudió a auxiliarle con las pastillas contra la muerte. -¡Que
no hagas nada!, le respondió a otro que quería llevarlo a casa del médico.
-!Que no llores¡, ordenó a una vendedora de claveles que derramó sin querer las flores en el suelo. En ese
lecho florido, rodeado de desconocidos, pensó qué absurda es la muerte, antes de exhalar su último aliento y
escaparse feliz, como un líquido por los iluminados conductos del alma.
Orestes sintió que se sentía como sin peso de repente, como si le trajese sin cuidado lo que pensaran de él
los demás. Como si no fuera ya de nadie, ni de ningún sitio. Sintió que se elevaba sobre sí mismo y sintió
lástima de aquel pobre viejecito y estuvo preocupado por dejarlo allí entre aquellos extraños, tirado en el
suelo.
Le bastó el deseo de acercarse a una mujer para hacerlo misteriosamente, descubriendo aquel fundirse con
las cosas y con las otras gentes, sin dolor ni miedo, ni nada, nada de nada. Solo elevarse lentamente y a su
voluntad con el timón de sus pies y los remos de sus brazos por las olas del aire. Denso, lleno del ruido del
gentío.
Puso rumbo a los olivares cercanos y se enredó entre ellos con el aire de la mañana sobre las yerbas
reverdecidas por las lluvias del invierno, acarició los troncos retorcidos. Se hizo luz que iluminó todas las
plantas de aquel improvisado vergel y sintió el olor de rocío, romero, yerbabuena, tomillo, y albahaca. Se
hizo denso y frío, huidizo e imprevisible. Fue agua, dejándose caer por una pequeña cascada sintiendo la
caricia del musgo. Hizo tres mil cosas más que nunca había podido hacer, sintiéndose más vivo que nunca.
Hasta que se dio cuenta que se llevaban a aquel viejecito a su casa en volandas. Cuando le veían muerto
gritaba y chillaba cosas sin sentido que en realidad no sentían. Él sentía que no estaba muerto, pues si lo
estuviera no podría sentir nada. Quizá ya habría muerto antes, otras veces, cuando se creía vacío o solo, o
impotente, intangible, inespacial, inexistente, insignificante. Sin embargo, por más que un médico le dijese,
tiene usted una enfermedad grave, la muerte, él sabía que no había muerto y no iba a dejarse morir allí de
muerte, que era su enfermedad. Se preguntaba si no sería todo aquello un gran sueño o una broma pesada de
alguien y si su vida anterior no era en realidad alguna extraña forma de muerte.
Así torció varias calles hasta que llegaron a su casa. Lo cogieron, lo lavaron. Inútilmente intentaron quitarle
aquel olor de almendra amarga. Le pusieron su traje de los domingos. Aquel traje que él compró una vez,
pero ni siquiera se lo puso porque le parecía que iba disfrazado, que no sería él mismo. Le parecía que
intentaba aparentar lo que no era. La casa se le llenó de gente. Los que estaban cerca la cama lloraban como
con más ganas, pero los más de más lejos charlaban animadamente. Vi a una mujer cuyo rostro me resultó
familiar diciendo, ¡Orestes de mi alma!, qué asco me da a veces la boca que tengo. Si yo te dije hará dos días
que te dejes de tonterías y te dediques a tu casa, tantos disgustos y tantas preocupaciones no podían ser nada
bueno para tu corazón de cristal y tu me dijiste: mañana lo dejo Francisca, cuando termine ésta reunión. Y
yo te repliqué que a veces cuando se quiere uno dar cuenta es demasiado tarde para dejar las cosas porque
son las cosas las que te dejan a tí. ¡Que asco me da a veces la boca que tengo. Orestes de mi sinrazón!.
Me senté en la cocina junto a dos viejas charlatanas que comadreaban, y me sentí alegre de que todo aquello
continuara como si nada, el círculo de la vida, el gran teatro del mundo.
Un poco harto de todo aquello me fui a la casa del vecino. Allí resguardaron a mi nieto de tres años. El niño
dormía quedamente sobre la blanca almohada besado por el sol. Me acurruqué allí junto a él, le abracé y le
canté.
En sueños le transmití sentimientos. La sorpresa de los primeros días, la alegría del trabajo, la actividad
febril del aprendizaje, la emoción del primer amor, del primer beso, el deseo. El respeto a las mujeres, el
amor a las artes y las cosas que elevan el espíritu. El cariño a las conversaciones reposadas en que las letras
transcurren sobre los bordes de las tazas de café y se enredan en pequeñas columnas de humo.
Le transmití todo eso y mucho más para que cuando él quiera algún día, asciendan de su instinto hasta sus
labios.Al día siguiente anduve todo el rato vagabundeando por la casa despistado hasta que alguien me
llamó y me dijo: la hora. ¡Ah!, no tengo reloj. La hora.
No sé que hora es, ¿usted tiene hora?, le pregunté a uno que me ignoró. Y el otro me volvió a decir. La
Hora: que ha llegado La Hora. Es la hora de partir.El muerto era una de esaspersonas que poco a poco se van
haciendo tan indispensables, que cuando no están, parece como si al mundo le costase más trabajo girar.
La gente lloraba en el velatorio. Ulises nunca llora. No le salen las lágrimas.
Los ancianos del velatorio conversaban en sillas contiguas a la de Ulises. A él le pareció que el único
sentido de la charla era revelarle secretos imposibles de ser descubiertos durante mil vidas intensas. El
quiso retenerlo todo. Pero ellos le miraron con una calma infinita, como diciéndole, todo esto se quedará
grabado para siempre dentro de tu alma.
De repente Ulises despertó y recordó que la noche anterior se había acostado con el presentimiento de que
alguien iba a morir.
Se levantó y en la ducha intentó tonificarse para alejar los malos recuerdos del sueño, mientras
el agua le tamborileaba en la cabeza plácidamente. El café del desayuno le terminó de
reconciliar con el mundo, y el sabor de la mermelada, con el placer. El periódico de la mañana
le confirmó que todo seguía igual en el absurdo mundo. Disipó por completo los temores
anunciados por sus presentimientos y cogió sus cosas para irse a trabajar.
Fue entonces cuando sonó el teléfono y una voz conocida al otro lado, le anunció la muerte de
su padre.
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