Merry, nada que ver con Tolkien
-¿Serías capaz de dejarlo todo e irte una temporada, al Perú por ejemplo?
-No puedo irme, Víctor, me ata mi trabajo. No estoy dispuesto a dejarlo.
-Irse, no es una decisión fácil de tomar.
La música sonaba alta en el local de copas. Paredes pintadas color melocotón,
diseño internacional, sofás por todos lados, música de los ochenta, clientela
variopinta, exposiciones de cuadros y fotos, gente fumando porros en los
cuartos de baño, té moruno y tarta de manzana los domingos por la
tarde. Afuera, una ola de frío polar congelaba toda Europa y nosotros
esperábamos sólo por divertirnos que nevara en este sur que hacía meses que
no podía mirar a la cara al sol por la inclemente lluvia. Era un bar muy
pequeño así que las conversaciones a veces se enredaban unas con otras, las
vidas se mezclaban y hasta parecían confundirse con la música electrónica
que lo unía todo rítmicamente.
Vanette salió del baño tras escribir en la pared "si me quieres, si me
amas, demuéstramelo en la cama 667678689” mientras mandaba un mensaje
por el teléfono móvil y se dirigía a la barra del bar al encuentro de sus amigas
Katia y Lorrina, para ocupar el rincón de la barra de costumbre de cada noche.
Esta última vestía de negro de y tenía un aire misteriosamente pálido, como
de duquesa lombarda pintada por Peruggino por su tez particularmente
blanca o por su extraña manía de estarse horas y horas sentada sola en un
taburete de la barra del bar mirando lánguidamente cómo el tiempo pasaba.
-Víctor, me ha costado mucho aprobar unas oposiciones en el banco para
tirarlo todo por la ventana.
-¿Fernán, la ilusión de tu vida es tu trabajo?. Si es así tus jefes deben estar
satisfechos.
-Mi ilusión es mi felicidad, no vivo para trabajar. Estoy ahorrando para tener
mi vida propia.
-Una amiga mía se acaba de ir a Perú, con una ONG. Hoy me ha enviado una
carta. ¿Quieres que te la lea?. La tengo aquí.
Una vez en la playa, hace años, Merry -ese era el apodo de la familia, nada que
ver con Tolkien- se encontró con una vieja que decía leer las vidas pasadas. Le
dio pena porque nadie iba y fue a charlar un rato con ella. La vieja le dijo que
había sido una aborigen australiana en su vida interior, que ella era una mujer
de conocimiento -quiso decir bruja- y que tenía una misión que cumplir en
Perú, que debía viajar allí. La joven dio unas monedas a la vieja, sin hacer
demasiado caso.
-Vale de acuerdo léela.
La carta desde Perú dice así: “Hoy fue mi día de cocina en la Caravana.
Tremenda tarea. Ahorita somos quince más dos visitas que tenemos. La
comida quedó muy rica. Los días de cocina son interesantes para mí, porque
me permiten meterme para adentro, dar lo mejor de mí, aunque de una forma
muy particular, como materializada. Aquí en Perú, el ritmo, el tiempo sucede
de otra manera, la relación con las cosas es más directa, más profunda. Hoy en
la cocina me percaté. Estaba desgranando maíz muy lentamente para que no
se rompiera, mis manos estaban impregnadas del olor y caldito del choclo,
sintiendo su textura, su suavidad y frescor, sus pelitos. Quizás estuve una
hora o más desgranando. Quién sabe cuánto. Para mí, ese tiempo se cuenta en
un plato hondo de granos”.
En la barra del bar había tres jóvenes de belleza cuidada, de unos
veinte años. Uno de ellos, de pelo largo teñido de rubio recordaba a Kurt
Cobain, aunque mucho más fornido, era guardia de seguridad y su ilusión: ser
boxeador.
-No me gusta pegar por pegar pero me gusta el boxeo, decía. Por ejemplo
contigo no me pelearía. Bueno sólo si no me miraras con respeto en la calle-.
Decía a otro amigo que le escuchaba con admiración.
-En cierto modo, no me iría por ahí, no puedo. Y la respuesta, aunque te
resulte fácil, está muy estudiada. No puedo, me ata mi trabajo.
-Fernán, ¿quieres olvidarte un poco de tu trabajo?. ¿A ti te gustaría irte o no?.
Imagínate que pudieras, que no tuvieras trabajo.
-¡Ah!, si yo tuviera mi vida resuelta y no tuviera por qué preocuparme a fin de
mes. ¡Por supuesto!. A mi no me ata nada ni nadie. Pero dejemos esta
discusión y sigue leyendo la carta de Merry.
“Me sorprendo quitando piedras de las lentejas como la mamá de Alfanhuí y
todas las mamás de las mamás del mundo. La quinoa, el alimento de los
Andes, rayando la panela. Redescubro el placer que me producen las cosas
simples, las cosas como son y la relación que eso te permite tener con ellas. Yo
lo llamo simple, aunque realmente para casi el resto de los occidentales sería
complicado, quitar las piedrecillas de las lentejas una a una, o de la quinoa
todavía peor. Quitar esas piedras es como un mantra. Como estar con mi yo
más profundo, como parar el mundo y escuchar los ruidos sutiles, desde el
latido de mi corazón a los pajarillos cantando afuera. Hasta el calor del
mediodía, que también tiene su sonido. Yo lo he escuchado”.
Merry encontró en los años siguientes a varios videntes más y todos le decían
lo mismo, que era una “mujer de conocimiento” y que tenía que viajar a Perú,
pues allí encontraría lo más importante de su vida. Incluso uno de ellos, a
quien conoció en un pequeño pueblo de Aragón, le instó a que rápidamente se
pusiera en viaje y le buscó un grupo de personas que casualmente viajarían a
aquel país sudamericano. Ella rechazó la invitación diciendo que nadie
decidiría ni influiría en sus planes ni en su vida. Años más tarde, ya sin
trabajo, decidió apuntarse a una caravana solidaria con una ONG que
trabajaría con los indígenas. Ella aún no sabía a qué país viajaría, pero cuando
se lo dijeron, el corazón le dio un vuelvo. Su destino sería Ecuador y aún no
sabía si viajarían al vecino Perú, aunque el plan del viaje no lo contemplaba.
Víctor no pudo evitar responder allí mismo la llamada de Merry, pidió un folio
y un bolígrafo en la barra y escribió.
“9 de enero del 2003. Hola brujilla. Como andas. Muy bien por lo que leo. Hoy
me llegó tu carta y me quedé sorprendido por cómo cuentas las cosas. Hablo
de sentimientos, de percepción. Se te está pegando mucho y bueno de allí.
Hasta estás cogiendo el acento. De vez en cuando voy a al bar y le doy saludos
de tu parte a tu hermana. En la próxima carta quiero que me cuentes todo lo
que puedas, con muchos detalles.
Aquí no hay muchas novedades sólo que hace un frío horrible y hace meses
que no para de llover.
Esto parece el norte en vez del sur. Espero que algún día nos veamos otra vez
y podamos de nuevo ver la luna y las estrellas, encaramados a los tejados
como dos gatos. Pero no te des mucha prisa. Disfruta y aprende. Un beso
desde lo más profundo”. Cuando acabó de escribir a su brujita, preguntó a su
amigo.
-¿Dejarás todo lo que quieres hacer para cuando seas viejo?. Sólo entonces
tendrás la vida resuelta. Resuelta y acabada, Fernán.
-No lo sé, Víctor. Ahora mismo me conformo con poner mi granito de arena en
lo que está más cerca de mis posibilidades.
-Yo no te censuro que conste, sólo te observo.
-No es obligatorio que todo el mundo se vaya al Perú. Yo por ejemplo no me
iría.
No por nada sino porque no sé si me merecería la pena dejarlo todo y cambiar
a una nueva vida, un nuevo mundo, nuevas gentes, nuevos amigos. Además
no me gustan demasiado los viajes. Y creo que para vivir ciertas cosas no es
necesario dejarlo todo e irse a Perú.
Víctor miraba a su alrededor en el bar y no le gustaba lo que veía. Era muy
difícil encontrar a alguien verdaderamente feliz. Debe ser increíble que tu vida
tenga un destino especial, y hay que ser muy valiente para cumplirlo. Pero si
al final, consigues ser feliz, todo merece la pena.
Un hombre huraño que fumaba tabaco negro y bebía coñac observaba a la
pandilla del boxeador con ojos resentidos, y la mirada llena de barro. No le
gustaba. No se gustaba. Tenía un miedo amargo y cruel acumulado desde
hacía años y ya no se acordaba porqué. Su amigo argentino le previno en
varias ocasiones que no insultara a la pandilla de los boxeadores, pues ellos
eran más, eran fuertes y más jóvenes. Sin embargo, el hombre huraño no se
pudo contener e insultó al boxeador.
-Pues si no te gusta la violencia ¿cómo es que te has hecho boxeador?. -Le
dijo-. Eres un estúpido.
-El boxeador le miró con ira.
A su derecha, en la barra, Víctor vio a una pandilla de muchachas jóvenes tan
sobradas de hormonas y mala leche como carentes de sentido común.
Vanesa acababa de abrir los ojos como platos porque había visto que su peor
enemiga que te cagas, la infausta Beatriz acababa de entrar en el bar con su
novio Lucho, ex de Lorrina y Ana, hippie oficial del bar, amiga de ambos.
-Me he apuntado a un cursillo de Tai Chi, -dijo Ana la hippie, otro sobre
teatro, y otro sobre sexualidad masculina.
-Cariño, qué culta y preparada nos vas a salir -repuso su amiga Bea- . ¡Qué
chula eres, joía pol culo!-, le chilló, pellizcándole al mismo tiempo la mejilla y
la almejilla, en un arrebato incontenible de varios microsegundos, apenas
imperceptible por el resto de la humanidad. Lucho seguía callado, pensando
en viajar.
-Oye Ana, me acompañas al baño, a hacer bollería fina?
-¿Qué?.
-Tú no te preocupes, verás que bien.
Lucho despertó súbitamente de su ensimismamiento y vio a las dos amigas
que se iban al baño.
Allí estaban ya terminando de cotillear sus enemigas Vanesa, Katia y Lorrina.
Víctor y Fernán apartaron la mirada de aquellas tres extravagantes muchachas
y volvieron a leer la carta de Merry, que era lo único que parecía tener sentido.
“La cocina es un lugar para la alquimia pura, mientras transformas los
alimentos hay un acto paralelo de transformación del yo. Nunca se sabe qué
va a salir de ahí, depende de las mezclas que se hagan y como reaccionen éstas
juntas. Después de este intenso día de magias cocineras voy a visitar
a la lunita que está toda coqueta y está brillando tan fuerte que parece que me
llame, creo que quiere invitarme a dar una vuelta por esa arenita tan fina para
que la brisa fresca del río me pueda besar en esta noche clara. Adiós desde mi
pequeño paraíso”.
-Fíjate, Merry está cumpliendo su sueño. Se le nota en la forma de escribir. Es
feliz. Dijo Víctor.
-Sin embargo, para otros, hacer eso sería una locura.
-A veces, una locura es no hacer aquello que se desea. Cuando hablo contigo
me da la sensación de que aquí estamos como atontados, en este supuesto
colchón del bienestar. Que los que vienen de lejos están como más vivos. Lo
supe cuando el otro día un argentino me dijo que los poemas son como
grandes olas que chocaban contra un muro, incesantemente, una y otra vez.
Nunca había oído a nadie hablar así. Sin embargo tú eres tan.... previsible. ¿Y
tu, Fernán, cuál es la mayor locura que has cometido?.
-Ay, pos no sé. Ahora mismo no caigo, así en frío. Quizá fue una vez que vine
borrachuelo este verano de una noche de marchuki, y con todo y eso, a las
tantas de la mañana me puse a chatear.
Quedé con un desconocido en la playa, para pasar el día sin conocerle de
nada.
Un hombre de unos cuarenta años de larga barba y traje gris garabateaba un
cuaderno, solitario en un rincón del bar, mientras bebía una copa de
aguardiente.
“Pecado es ver pasar un cuerpo armonioso y no bendecirlo. Pecado es no
haber sentido en las retinas la caricia rosada del sol besándote el rostro
mientras juega con la brisa en las ruinas de la fortaleza del puerto. Pecado es
no saber lo que es el corazón desarbolado del ser amado latiendo junto a tu
pecho, después de haber trotado sobre la playa como dos caballos purasangre
que se desbocaron cuando la tempestad se desató. No desear a quien se ama,
cuando se ama. No amar la belleza. No amar al mar. No amar. Es pecado. Es
pecado no pecar. Es pecado morir. Es pecado no vivir en vida. Así que ahora
que podéis, pecad como pescadores que se hacen a la mar por vez primera.
Como marinos que arriban a un puerto del Caribe en día de fiesta o hace falta
la muerte para que vivamos...” escribía en su cuaderno el hombre solitario que
bebía aguardiente.
-No había dormido en toda la noche. Cuando al día siguiente, se me iba
quitando el sopor de la borrachera me sorprendí a mí mismo montado en un
autobús, camino a no sé qué playa, para encontrarme con no sé quién. Y ganas
me entraron de parar el autobús. Estaba asustado, yo mismo me sorprendí de
lo que estaba haciendo.
-Pero. ¿No te divertía?.
-No. Lo que parecía iba a ser divertido era producto de mi borrachera. En el
autobús ya me di cuenta que no había camino de regreso, ya tenía que llegar a
la estación.
-¿Y te bajaste y cogiste el autobús de vuelta?. ¿Que hiciste?.
-Pues nada. En la estación, vino un hombre y se acercó a mí. Era él. Me dijo
que me tenía el coche en la puerta. En el coche estaba esperando otro hombre.
-¡Tres!.
-Yo estaba sufriendo, temiendo lo mismo que tú has pensado. El caso es que
me monté en el coche... más locura todavía. Y venga andar con el coche...
-Esto se pone verdaderamente interesante.
-Y yo venga a dar conversación intrascendente... para quitar hierro a la
situación. Para relajarme, cosa imposible. Y para intentar conocer mejor a
estos perfectos desconocidos que me llevaban vete tú a saber dónde. Hasta
que les pregunté que dónde me llevaban porque la playa estaba cerca de la
estación.
Llevábamos mucho rato en el coche y el caso es que me llevaban por un
camino que no era asfaltado y eso ya hizo que se me erizara el pelo. Me
metieron por un sendero abierto entre unos cañaverales y eso ya me alarmó.
Les dije que yo iba con ellos con la condición de que pasáramos un día de
playa. Sólo eso. Y no sabía dónde me estaban llevando por esos sitios. Estaba
ya a punto de abrir la puerta y tirarme como en las películas. El hombre que
me recogió en la estación me agarró por el hombro y me dijo: vamos a pasar
un día de playa tal y como te prometí.
El que conducía el coche era el amigo del chateador. Era extranjero. Alemán.
Rubio. Alto. Con bigote. Aparentaba tener unos 35 años. El otro aparentaba
tener más o menos la misma edad. Moreno.
Has de reconocer que fue una locura por mi parte y quizá sea la mayor locura
que jamás haya hecho.
Cuando llegamos, aparcó el coche y allí estaban todos sus amigos y amigas...
con sus hijos pequeños. Todos habían quedado para almorzar juntos, como
dios nos trajo al mundo, junto a las olas y acariciados por la brisa del mar.
Eran hipies enrollados. Nos hicimos amigos y cuando les conté lo que se me
pasaba por la mente durante ese trayecto.... se partieron de risa.
El boxeador tenía en sus ojos la fuerza de la rabia veinteañera de dientes
apretados y golpes recibidos en el alma uno tras otro sin ni siquiera entender
porqué. El hombre huraño de barba romana y hálito alcohólico en el alma, tenía
la fuerza de miles de revoluciones irrealizadas, miles de sueños incumplidos y
miles de mujeres olvidadas. El joven boxeador miró al otro con ira contenida.
El alcohólico le devolvió otra mirada sobre la que galopaban caballos
desbocados.
-¿Qué pasa?. Che. ¿No somos seres humanos?. ¿No creemos en la palabra?.No
sean boludos.- Les separó el argentino.
Cuando los dos grupos de mujeres sin piedad se cruzaron hubo un silencio
denso y entonces acertó a pasar por allí un matojo de hierba seco rodando y se
levantó un aire desagradable, las glándulas sudoríparas comenzaron a manar.
Se echaron muy malas miradas, de esas que rajan y que hacen que las féminas
olviden que son el sexo débil y es entonces cuando sacan sus garras. Vane y Bea
tenían sobre sus espaldas, un poco de chepa, y escalofriantes historias difíciles
de olvidar y de entender por las mentes bienpensantes de aquel pueblo
pequeño, sureño y agosteño aunque fuera enero.
Aquello se estaba volviendo inconmensurable, inenarrable e indekapable
(palabra nueva que me he inventado para poder narrar lo que estaba pasando).
Cuando se cruzaron por el pasillo,
Vane le dijo a Bea, -¿qué pasa, ya vas a echar a perder a la pobre Ana con tu
bollería fina?.-Mira quién fue a hablar. De casta le viene al galgo, porque tu
madre bien que se lo monta con las vecinas y tú lo sabes y callas -dijo Bea-.
Anda y vete a hacer gárgaras, niñata, que el agua pasada no mueve molinos.
-Zorra, cocainómana, bollera, tortillera –dijo.
Vane gritó “¡cochinaaaaa!” antes de lanzarse encima de la otra como queriendo
comprobar si el pelo negro tan bonito que llevaba era natural, o por el contrario
era un pelucón de travestí que hubiese encontrado por alguna tienda de todo a
un euro. Y en defensa de su amiga, que ya se revolcaba por el suelo con la ropa
hecha jirones, se unieron a la trifulca las otras muchachas. Cinco niñas andaban
dándose mamporros en el suelo del pasillo del cuarto de baño en aquel bar de la
plaza más céntrica de aquel pueblo sureño, agosteño aunque un poco angoleño.
-Tortillera!, le decía una y otra vez Vane a Bea. Ana la hipíe defendía a su amiga:
-Tú te callas, que no tienes ninguna dignidad, ni sentido moral ni
estético. ¿Cómo se puede ir por la vida sin conocer a Marx, ni haber leído nunca
a Borges ni a Benedetti?.- Y mientras pronunciaba las tres sílabas finales del
nombre del insigne poeta daba por cada sílaba, un golpe con la pierna en el
estómago de Vannette, mientras recitaba: Me gustas cuando callas...
-¡Por lo menos les hago disfrutar porque lo que eres tú eres una calienta poyas,
dejas a los tíos con las ganas.
Entonces estalló de pronto Lorrina sacándose la espinita que llevaba clavada
contra Ana desde hacía años, y le arreó tal ostia que ésta quedó tendida
bocabajo en el suelo del cuarto de baño, llena de meos y otros líquidos.
Mientras tanto, y ajeno a todo cuanto ocurría, Lucho seguía ensimismado en sus
pensamientos. En el fondo quizá no necesitaré irme por el mundo con el
telescopio para ver si veo un agujero negro porque yo con ver el agujero de la
Bea tengo bastante. Como sus papás son ricos y de buena familia, bien pensado,
dejarla preñada será mi gran contribución a la lucha contra el capitalismo...
Un borracho vio al aprendiz de boxeador y al hombre de torva mirada
malencarados y los azuzó como perros en una batalla. Las palabras comenzaron
a elevarse de tono y se intuyó la pelea. Las hormonas comenzaron a salir por la
piel. Las pupilas se dilataron. Los músculos se tensaron como las cuerdas de una
guitarra. El camarero retiró vasos, botellas, y otros objetos cortantes. La gente
se alejaba y afuera llovía de forma inclemente.
De repente, el ambiente del local se alteró, se oyeron gritos. La gente empezó a
mirarse, como preguntando ¿qué pasa?. “Ha empezado a nevar”, dijeron y todo
el mundo salió afuera a conmemorar aquel verdadero portento de la naturaleza
que hacía cincuenta años que no se producía por aquellas latitudes.
Merry finalmente pudo viajar a Perú, escapándose de la caravana desde Ecuador
y gracias a la ayuda económica de una amiga, se quedó allí algunos meses más,
el tiempo justo para conocer a un chico el 14 de febrero, que la hizo madre justo
doce meses después.
Dos años después, Víctor repasaba las fotos de su reciente viaje a Perú, cuando
casualmente o no, se deslizó entre aquellas instantáneas de la felicidad, la
dramática foto que se hizo con Fernán, el día que nevó, y de repente, la tristeza
le invadió. Resolvió que tenía que hacer algo por él. Así que cogió unas maderas,
con sus propias manos construyó un pequeño altar para realizar ofrendas, y lo
llevó al margen de una carretera. Allí reunió a otros amigos comunes, hincó en
la tierra el altar, y dentro puso la foto del día de la nieve, varias velas, un vaso
con un licor peruano y una extraña flor tropical. En silencio, buscaron
recuerdos, palabras y situaciones comunes y las dirigieron hacia algún lugar
de lo infinito. Ahora, en aquel lugar junto a la carretera, los viajeros paran para
hacerse una foto mientras se preguntan quiénes serán los dos jóvenes de la
imagen dentro del altar.