Relatos breves, poemas y paridas varias

Saturday, March 04, 2006

Merry, nada que ver con Tolkien



-¿Serías capaz de dejarlo todo e irte una temporada, al Perú por ejemplo?

-No puedo irme, Víctor, me ata mi trabajo. No estoy dispuesto a dejarlo.

-Irse, no es una decisión fácil de tomar.

La música sonaba alta en el local de copas. Paredes pintadas color melocotón,

diseño internacional, sofás por todos lados, música de los ochenta, clientela

variopinta, exposiciones de cuadros y fotos, gente fumando porros en los

cuartos de baño, té moruno y tarta de manzana los domingos por la

tarde. Afuera, una ola de frío polar congelaba toda Europa y nosotros

esperábamos sólo por divertirnos que nevara en este sur que hacía meses que

no podía mirar a la cara al sol por la inclemente lluvia. Era un bar muy

pequeño así que las conversaciones a veces se enredaban unas con otras, las

vidas se mezclaban y hasta parecían confundirse con la música electrónica

que lo unía todo rítmicamente.

Vanette salió del baño tras escribir en la pared "si me quieres, si me

amas, demuéstramelo en la cama 667678689” mientras mandaba un mensaje

por el teléfono móvil y se dirigía a la barra del bar al encuentro de sus amigas

Katia y Lorrina, para ocupar el rincón de la barra de costumbre de cada noche.

Esta última vestía de negro de y tenía un aire misteriosamente pálido, como

de duquesa lombarda pintada por Peruggino por su tez particularmente

blanca o por su extraña manía de estarse horas y horas sentada sola en un

taburete de la barra del bar mirando lánguidamente cómo el tiempo pasaba.

-Víctor, me ha costado mucho aprobar unas oposiciones en el banco para

tirarlo todo por la ventana.

-¿Fernán, la ilusión de tu vida es tu trabajo?. Si es así tus jefes deben estar

satisfechos.

-Mi ilusión es mi felicidad, no vivo para trabajar. Estoy ahorrando para tener

mi vida propia.

-Una amiga mía se acaba de ir a Perú, con una ONG. Hoy me ha enviado una

carta. ¿Quieres que te la lea?. La tengo aquí.

Una vez en la playa, hace años, Merry -ese era el apodo de la familia, nada que

ver con Tolkien- se encontró con una vieja que decía leer las vidas pasadas. Le

dio pena porque nadie iba y fue a charlar un rato con ella. La vieja le dijo que

había sido una aborigen australiana en su vida interior, que ella era una mujer

de conocimiento -quiso decir bruja- y que tenía una misión que cumplir en

Perú, que debía viajar allí. La joven dio unas monedas a la vieja, sin hacer

demasiado caso.

-Vale de acuerdo léela.

La carta desde Perú dice así: “Hoy fue mi día de cocina en la Caravana.

Tremenda tarea. Ahorita somos quince más dos visitas que tenemos. La

comida quedó muy rica. Los días de cocina son interesantes para mí, porque

me permiten meterme para adentro, dar lo mejor de mí, aunque de una forma

muy particular, como materializada. Aquí en Perú, el ritmo, el tiempo sucede

de otra manera, la relación con las cosas es más directa, más profunda. Hoy en

la cocina me percaté. Estaba desgranando maíz muy lentamente para que no

se rompiera, mis manos estaban impregnadas del olor y caldito del choclo,

sintiendo su textura, su suavidad y frescor, sus pelitos. Quizás estuve una

hora o más desgranando. Quién sabe cuánto. Para mí, ese tiempo se cuenta en

un plato hondo de granos”.

En la barra del bar había tres jóvenes de belleza cuidada, de unos

veinte años. Uno de ellos, de pelo largo teñido de rubio recordaba a Kurt

Cobain, aunque mucho más fornido, era guardia de seguridad y su ilusión: ser

boxeador.

-No me gusta pegar por pegar pero me gusta el boxeo, decía. Por ejemplo

contigo no me pelearía. Bueno sólo si no me miraras con respeto en la calle-.

Decía a otro amigo que le escuchaba con admiración.

-En cierto modo, no me iría por ahí, no puedo. Y la respuesta, aunque te

resulte fácil, está muy estudiada. No puedo, me ata mi trabajo.

-Fernán, ¿quieres olvidarte un poco de tu trabajo?. ¿A ti te gustaría irte o no?.

Imagínate que pudieras, que no tuvieras trabajo.

-¡Ah!, si yo tuviera mi vida resuelta y no tuviera por qué preocuparme a fin de

mes. ¡Por supuesto!. A mi no me ata nada ni nadie. Pero dejemos esta

discusión y sigue leyendo la carta de Merry.

“Me sorprendo quitando piedras de las lentejas como la mamá de Alfanhuí y

todas las mamás de las mamás del mundo. La quinoa, el alimento de los

Andes, rayando la panela. Redescubro el placer que me producen las cosas

simples, las cosas como son y la relación que eso te permite tener con ellas. Yo

lo llamo simple, aunque realmente para casi el resto de los occidentales sería

complicado, quitar las piedrecillas de las lentejas una a una, o de la quinoa

todavía peor. Quitar esas piedras es como un mantra. Como estar con mi yo

más profundo, como parar el mundo y escuchar los ruidos sutiles, desde el

latido de mi corazón a los pajarillos cantando afuera. Hasta el calor del

mediodía, que también tiene su sonido. Yo lo he escuchado”.

Merry encontró en los años siguientes a varios videntes más y todos le decían

lo mismo, que era una “mujer de conocimiento” y que tenía que viajar a Perú,

pues allí encontraría lo más importante de su vida. Incluso uno de ellos, a

quien conoció en un pequeño pueblo de Aragón, le instó a que rápidamente se

pusiera en viaje y le buscó un grupo de personas que casualmente viajarían a

aquel país sudamericano. Ella rechazó la invitación diciendo que nadie

decidiría ni influiría en sus planes ni en su vida. Años más tarde, ya sin

trabajo, decidió apuntarse a una caravana solidaria con una ONG que

trabajaría con los indígenas. Ella aún no sabía a qué país viajaría, pero cuando

se lo dijeron, el corazón le dio un vuelvo. Su destino sería Ecuador y aún no

sabía si viajarían al vecino Perú, aunque el plan del viaje no lo contemplaba.

Víctor no pudo evitar responder allí mismo la llamada de Merry, pidió un folio

y un bolígrafo en la barra y escribió.

“9 de enero del 2003. Hola brujilla. Como andas. Muy bien por lo que leo. Hoy

me llegó tu carta y me quedé sorprendido por cómo cuentas las cosas. Hablo

de sentimientos, de percepción. Se te está pegando mucho y bueno de allí.

Hasta estás cogiendo el acento. De vez en cuando voy a al bar y le doy saludos

de tu parte a tu hermana. En la próxima carta quiero que me cuentes todo lo

que puedas, con muchos detalles.

Aquí no hay muchas novedades sólo que hace un frío horrible y hace meses

que no para de llover.

Esto parece el norte en vez del sur. Espero que algún día nos veamos otra vez

y podamos de nuevo ver la luna y las estrellas, encaramados a los tejados

como dos gatos. Pero no te des mucha prisa. Disfruta y aprende. Un beso

desde lo más profundo”. Cuando acabó de escribir a su brujita, preguntó a su

amigo.

-¿Dejarás todo lo que quieres hacer para cuando seas viejo?. Sólo entonces

tendrás la vida resuelta. Resuelta y acabada, Fernán.

-No lo sé, Víctor. Ahora mismo me conformo con poner mi granito de arena en

lo que está más cerca de mis posibilidades.

-Yo no te censuro que conste, sólo te observo.

-No es obligatorio que todo el mundo se vaya al Perú. Yo por ejemplo no me

iría.

No por nada sino porque no sé si me merecería la pena dejarlo todo y cambiar

a una nueva vida, un nuevo mundo, nuevas gentes, nuevos amigos. Además

no me gustan demasiado los viajes. Y creo que para vivir ciertas cosas no es

necesario dejarlo todo e irse a Perú.

Víctor miraba a su alrededor en el bar y no le gustaba lo que veía. Era muy

difícil encontrar a alguien verdaderamente feliz. Debe ser increíble que tu vida

tenga un destino especial, y hay que ser muy valiente para cumplirlo. Pero si

al final, consigues ser feliz, todo merece la pena.

Un hombre huraño que fumaba tabaco negro y bebía coñac observaba a la

pandilla del boxeador con ojos resentidos, y la mirada llena de barro. No le

gustaba. No se gustaba. Tenía un miedo amargo y cruel acumulado desde

hacía años y ya no se acordaba porqué. Su amigo argentino le previno en

varias ocasiones que no insultara a la pandilla de los boxeadores, pues ellos

eran más, eran fuertes y más jóvenes. Sin embargo, el hombre huraño no se

pudo contener e insultó al boxeador.

-Pues si no te gusta la violencia ¿cómo es que te has hecho boxeador?. -Le

dijo-. Eres un estúpido.

-El boxeador le miró con ira.

A su derecha, en la barra, Víctor vio a una pandilla de muchachas jóvenes tan

sobradas de hormonas y mala leche como carentes de sentido común.

Vanesa acababa de abrir los ojos como platos porque había visto que su peor

enemiga que te cagas, la infausta Beatriz acababa de entrar en el bar con su

novio Lucho, ex de Lorrina y Ana, hippie oficial del bar, amiga de ambos.

-Me he apuntado a un cursillo de Tai Chi, -dijo Ana la hippie, otro sobre

teatro, y otro sobre sexualidad masculina.

-Cariño, qué culta y preparada nos vas a salir -repuso su amiga Bea- . ¡Qué

chula eres, joía pol culo!-, le chilló, pellizcándole al mismo tiempo la mejilla y

la almejilla, en un arrebato incontenible de varios microsegundos, apenas

imperceptible por el resto de la humanidad. Lucho seguía callado, pensando

en viajar.

-Oye Ana, me acompañas al baño, a hacer bollería fina?

-¿Qué?.

-Tú no te preocupes, verás que bien.

Lucho despertó súbitamente de su ensimismamiento y vio a las dos amigas

que se iban al baño.

Allí estaban ya terminando de cotillear sus enemigas Vanesa, Katia y Lorrina.

Víctor y Fernán apartaron la mirada de aquellas tres extravagantes muchachas

y volvieron a leer la carta de Merry, que era lo único que parecía tener sentido.

“La cocina es un lugar para la alquimia pura, mientras transformas los

alimentos hay un acto paralelo de transformación del yo. Nunca se sabe qué

va a salir de ahí, depende de las mezclas que se hagan y como reaccionen éstas

juntas. Después de este intenso día de magias cocineras voy a visitar

a la lunita que está toda coqueta y está brillando tan fuerte que parece que me

llame, creo que quiere invitarme a dar una vuelta por esa arenita tan fina para

que la brisa fresca del río me pueda besar en esta noche clara. Adiós desde mi

pequeño paraíso”.

-Fíjate, Merry está cumpliendo su sueño. Se le nota en la forma de escribir. Es

feliz. Dijo Víctor.

-Sin embargo, para otros, hacer eso sería una locura.

-A veces, una locura es no hacer aquello que se desea. Cuando hablo contigo

me da la sensación de que aquí estamos como atontados, en este supuesto

colchón del bienestar. Que los que vienen de lejos están como más vivos. Lo

supe cuando el otro día un argentino me dijo que los poemas son como

grandes olas que chocaban contra un muro, incesantemente, una y otra vez.

Nunca había oído a nadie hablar así. Sin embargo tú eres tan.... previsible. ¿Y

tu, Fernán, cuál es la mayor locura que has cometido?.

-Ay, pos no sé. Ahora mismo no caigo, así en frío. Quizá fue una vez que vine

borrachuelo este verano de una noche de marchuki, y con todo y eso, a las

tantas de la mañana me puse a chatear.

Quedé con un desconocido en la playa, para pasar el día sin conocerle de

nada.

Un hombre de unos cuarenta años de larga barba y traje gris garabateaba un

cuaderno, solitario en un rincón del bar, mientras bebía una copa de

aguardiente.

Pecado es ver pasar un cuerpo armonioso y no bendecirlo. Pecado es no

haber sentido en las retinas la caricia rosada del sol besándote el rostro

mientras juega con la brisa en las ruinas de la fortaleza del puerto. Pecado es

no saber lo que es el corazón desarbolado del ser amado latiendo junto a tu

pecho, después de haber trotado sobre la playa como dos caballos purasangre

que se desbocaron cuando la tempestad se desató. No desear a quien se ama,

cuando se ama. No amar la belleza. No amar al mar. No amar. Es pecado. Es

pecado no pecar. Es pecado morir. Es pecado no vivir en vida. Así que ahora

que podéis, pecad como pescadores que se hacen a la mar por vez primera.

Como marinos que arriban a un puerto del Caribe en día de fiesta o hace falta

la muerte para que vivamos...” escribía en su cuaderno el hombre solitario que

bebía aguardiente.

-No había dormido en toda la noche. Cuando al día siguiente, se me iba

quitando el sopor de la borrachera me sorprendí a mí mismo montado en un

autobús, camino a no sé qué playa, para encontrarme con no sé quién. Y ganas

me entraron de parar el autobús. Estaba asustado, yo mismo me sorprendí de

lo que estaba haciendo.

-Pero. ¿No te divertía?.

-No. Lo que parecía iba a ser divertido era producto de mi borrachera. En el

autobús ya me di cuenta que no había camino de regreso, ya tenía que llegar a

la estación.

-¿Y te bajaste y cogiste el autobús de vuelta?. ¿Que hiciste?.

-Pues nada. En la estación, vino un hombre y se acercó a mí. Era él. Me dijo

que me tenía el coche en la puerta. En el coche estaba esperando otro hombre.

-¡Tres!.

-Yo estaba sufriendo, temiendo lo mismo que tú has pensado. El caso es que

me monté en el coche... más locura todavía. Y venga andar con el coche...

-Esto se pone verdaderamente interesante.

-Y yo venga a dar conversación intrascendente... para quitar hierro a la

situación. Para relajarme, cosa imposible. Y para intentar conocer mejor a

estos perfectos desconocidos que me llevaban vete tú a saber dónde. Hasta

que les pregunté que dónde me llevaban porque la playa estaba cerca de la

estación.

Llevábamos mucho rato en el coche y el caso es que me llevaban por un

camino que no era asfaltado y eso ya hizo que se me erizara el pelo. Me

metieron por un sendero abierto entre unos cañaverales y eso ya me alarmó.

Les dije que yo iba con ellos con la condición de que pasáramos un día de

playa. Sólo eso. Y no sabía dónde me estaban llevando por esos sitios. Estaba

ya a punto de abrir la puerta y tirarme como en las películas. El hombre que

me recogió en la estación me agarró por el hombro y me dijo: vamos a pasar

un día de playa tal y como te prometí.

El que conducía el coche era el amigo del chateador. Era extranjero. Alemán.

Rubio. Alto. Con bigote. Aparentaba tener unos 35 años. El otro aparentaba

tener más o menos la misma edad. Moreno.

Has de reconocer que fue una locura por mi parte y quizá sea la mayor locura

que jamás haya hecho.

Cuando llegamos, aparcó el coche y allí estaban todos sus amigos y amigas...

con sus hijos pequeños. Todos habían quedado para almorzar juntos, como

dios nos trajo al mundo, junto a las olas y acariciados por la brisa del mar.

Eran hipies enrollados. Nos hicimos amigos y cuando les conté lo que se me

pasaba por la mente durante ese trayecto.... se partieron de risa.

El boxeador tenía en sus ojos la fuerza de la rabia veinteañera de dientes

apretados y golpes recibidos en el alma uno tras otro sin ni siquiera entender

porqué. El hombre huraño de barba romana y hálito alcohólico en el alma, tenía

la fuerza de miles de revoluciones irrealizadas, miles de sueños incumplidos y

miles de mujeres olvidadas. El joven boxeador miró al otro con ira contenida.

El alcohólico le devolvió otra mirada sobre la que galopaban caballos

desbocados.

-¿Qué pasa?. Che. ¿No somos seres humanos?. ¿No creemos en la palabra?.No

sean boludos.- Les separó el argentino.

Cuando los dos grupos de mujeres sin piedad se cruzaron hubo un silencio

denso y entonces acertó a pasar por allí un matojo de hierba seco rodando y se

levantó un aire desagradable, las glándulas sudoríparas comenzaron a manar.

Se echaron muy malas miradas, de esas que rajan y que hacen que las féminas

olviden que son el sexo débil y es entonces cuando sacan sus garras. Vane y Bea

tenían sobre sus espaldas, un poco de chepa, y escalofriantes historias difíciles

de olvidar y de entender por las mentes bienpensantes de aquel pueblo

pequeño, sureño y agosteño aunque fuera enero.

Aquello se estaba volviendo inconmensurable, inenarrable e indekapable

(palabra nueva que me he inventado para poder narrar lo que estaba pasando).

Cuando se cruzaron por el pasillo,

Vane le dijo a Bea, -¿qué pasa, ya vas a echar a perder a la pobre Ana con tu

bollería fina?.-Mira quién fue a hablar. De casta le viene al galgo, porque tu

madre bien que se lo monta con las vecinas y tú lo sabes y callas -dijo Bea-.

Anda y vete a hacer gárgaras, niñata, que el agua pasada no mueve molinos.

-Zorra, cocainómana, bollera, tortillera –dijo.

Vane gritó “¡cochinaaaaa!” antes de lanzarse encima de la otra como queriendo

comprobar si el pelo negro tan bonito que llevaba era natural, o por el contrario

era un pelucón de travestí que hubiese encontrado por alguna tienda de todo a

un euro. Y en defensa de su amiga, que ya se revolcaba por el suelo con la ropa

hecha jirones, se unieron a la trifulca las otras muchachas. Cinco niñas andaban

dándose mamporros en el suelo del pasillo del cuarto de baño en aquel bar de la

plaza más céntrica de aquel pueblo sureño, agosteño aunque un poco angoleño.

-Tortillera!, le decía una y otra vez Vane a Bea. Ana la hipíe defendía a su amiga:

-Tú te callas, que no tienes ninguna dignidad, ni sentido moral ni

estético. ¿Cómo se puede ir por la vida sin conocer a Marx, ni haber leído nunca

a Borges ni a Benedetti?.- Y mientras pronunciaba las tres sílabas finales del

nombre del insigne poeta daba por cada sílaba, un golpe con la pierna en el

estómago de Vannette, mientras recitaba: Me gustas cuando callas...

-¡Por lo menos les hago disfrutar porque lo que eres tú eres una calienta poyas,

dejas a los tíos con las ganas.

Entonces estalló de pronto Lorrina sacándose la espinita que llevaba clavada

contra Ana desde hacía años, y le arreó tal ostia que ésta quedó tendida

bocabajo en el suelo del cuarto de baño, llena de meos y otros líquidos.

Mientras tanto, y ajeno a todo cuanto ocurría, Lucho seguía ensimismado en sus

pensamientos. En el fondo quizá no necesitaré irme por el mundo con el

telescopio para ver si veo un agujero negro porque yo con ver el agujero de la

Bea tengo bastante. Como sus papás son ricos y de buena familia, bien pensado,

dejarla preñada será mi gran contribución a la lucha contra el capitalismo...

Un borracho vio al aprendiz de boxeador y al hombre de torva mirada

malencarados y los azuzó como perros en una batalla. Las palabras comenzaron

a elevarse de tono y se intuyó la pelea. Las hormonas comenzaron a salir por la

piel. Las pupilas se dilataron. Los músculos se tensaron como las cuerdas de una

guitarra. El camarero retiró vasos, botellas, y otros objetos cortantes. La gente

se alejaba y afuera llovía de forma inclemente.

De repente, el ambiente del local se alteró, se oyeron gritos. La gente empezó a

mirarse, como preguntando ¿qué pasa?. “Ha empezado a nevar”, dijeron y todo

el mundo salió afuera a conmemorar aquel verdadero portento de la naturaleza

que hacía cincuenta años que no se producía por aquellas latitudes.

Merry finalmente pudo viajar a Perú, escapándose de la caravana desde Ecuador

y gracias a la ayuda económica de una amiga, se quedó allí algunos meses más,

el tiempo justo para conocer a un chico el 14 de febrero, que la hizo madre justo

doce meses después.

Dos años después, Víctor repasaba las fotos de su reciente viaje a Perú, cuando

casualmente o no, se deslizó entre aquellas instantáneas de la felicidad, la

dramática foto que se hizo con Fernán, el día que nevó, y de repente, la tristeza

le invadió. Resolvió que tenía que hacer algo por él. Así que cogió unas maderas,

con sus propias manos construyó un pequeño altar para realizar ofrendas, y lo

llevó al margen de una carretera. Allí reunió a otros amigos comunes, hincó en

la tierra el altar, y dentro puso la foto del día de la nieve, varias velas, un vaso

con un licor peruano y una extraña flor tropical. En silencio, buscaron

recuerdos, palabras y situaciones comunes y las dirigieron hacia algún lugar

de lo infinito. Ahora, en aquel lugar junto a la carretera, los viajeros paran para

hacerse una foto mientras se preguntan quiénes serán los dos jóvenes de la

imagen dentro del altar.

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