Relatos breves, poemas y paridas varias

Sunday, October 02, 2005

Albar, entre mujeres

Fátima no podía creer lo que le estaba ocurriendo, aunque apenas podía pensar
ahora. Aquel hombre resultaba absolutamente inalcanzable incluso para una
aprendiz de mujer fatal como ella, hace apenas dos meses. Entonces se limitaba
a sonreírle sugerentemente cuando se lo encontraba recogiendo a sus dos hijos
en la puerta del colegio, donde ella se hacía la encontradiza después de estar
horas retocando su maquillaje y su ropa ante el espejo, seleccionando el atuendo
cuidadosamente para cada momento y cada lugar.
Su peor momento de cada semana era cuando se encontraba con su sonrisa
de Jhon Wayne y sus andares de chulo, camino de algún bar, con su estupenda
esposa rubia colgada del brazo y sus dos pequeños revoloteando alrededor.
Sin embargo y a pesar de aquella escena Fátima sabía que mas tarde o más
temprano Albar sería suyo.
Sus momentos de gloria sin embargo se sucedían entre polvorientos
neumáticos, y grasientas herramientas. Entonces ella se ponía su mejor traje, -el
rojo-, muy por encima de las rodillas, rompía los manguitos de la batería y se
dirigía al taller donde trabajaba Albar, donde el mecánico y sus compañeros la
recibían con alegría y miradas de deseo. En un primer momento ella lo
encandiló y jugó con el deseo como una niña que juega con su muñeco, pero
cuando él creyó que había llegado demasiado lejos recogió las bridas y se negó a
seguir jugando a aquel juego que podía traerle algún dolor de cabeza o algo
mucho más serio.
Por eso, ella consideraba un triunfo en toda regla aquel momento. El vértigo que
sentía en su interior era solo comparable al que le producían sus carnosos labios
que abrían aquel anguloso y compacto rostro hacia las profundidades de su
alma. Sus fríos y calculadores ojos verdes con un punto de agua, -bajo el arco
rebajado de sus cejas- eran el contrapunto de ternura de aquella reafirmación
de su carácter que era el muro infranqueable de su proporcionada nariz que se
estremecía ahora al contacto de su lengua.
El rostro de Albar quedaba enmarcado por los pámpanos de vid que hacían
juego con su clámide griega, disfraz que él había accedido a ponerse ante la
insistencia de ella, que quería hacer de este momento, algo único.
A Fátima las manos de Albar le resultaron todo lo fuertes que ella había
imaginado, cuando las yemas de sus dedos tocaban en su espalda era como si
de repente ella fuese consciente por primera vez de cada poro de su piel.
De repente el rostro del terror se dibujó en la cara de Albar y un escalofrío de
terror recorrió toda la espina dorsal de Fátima. Como cada noche, justo a las
tres en punto de la madrugada el picaporte de la puerta del dormitorio
comenzó a girar lentamente sobre sí mismo, sin que aparentemente nadie
ejerciese ninguna presión sobre él, poco a poco la puerta del dormitorio se
abrió invitándoles a salir hacia el pasillo vacío y finalmente se cerró
inesperadamente, con un estruendo que se mezcló con el grito de Fátima.
Rápidamente, Albar identificó en su mente a su ex mujer como posible fuente
de aquellos sucesos extraños ante las insistentes preguntas de Fátima. No
pudieron seguir esa noche y decidieron verse quizá otro día en otro lugar.
El médium que pocos días después revisó la casa confirmó que ese y otros
sucesos extraños que se sucedían en la casa parecían tener un mismo origen:
una mujer rubia que parecía muy interesada en no dejarlo vivir en paz.
Los dos amantes pudieron finalmente consumar su amor en un automóvil
a las afueras de la población, en el llamado camino de los amantes adolescentes,
bajo la atenta mirada de lechuzas refugiadas en olivares. Tras la furia del amor,
Albar se derrumbó y a Fátima no le quedó más remedio que consolarlo y oír las
terribles historias que sobre su exmujer él contaba, haciendo hincapié en
detalles escabrosos sobre la aparente crueldad sin límites de ella que, a tenor de
lo que le contaba hacía que su vida fuese un calvario.
Ella vivió en una nube los primeros meses de su relación con Albar hasta que él
comenzó a mostrarse desinteresado y ella lo achacó a los problemas de su
matrimonio. Sin embargo Ricardo –quien siempre la amó en secreto y sentía
envidia de verla en manos de otro- acabó de echar un jarro de agua fría sobre
su relación oculta.
Quedaron en verse un sábado por la noche y cuando ya habían bebido la

suficiente cerveza, Ricardo se vengó contándole la historia de que su amante

era un violento maltratador que había destrozado el piso conyugal, que la

Guardia Civil le seguía los pasos porque tenía una orden de alejamiento y que su

mujer, que había iniciado los trámites de separación, temía por su vida.

Al principio Fátima le disculpó, buscó en su mente toda clase de excusas

y explicaciones, les dijo a todos que ocurría al contrario, que era ella la que le

estaba haciendo la vida imposible, que su amante sería incapaz de hacer algo así

que tenía que tratarse de un malentendido. Puso tanto énfasis en defenderlo,

como ansia en interrogarlo intentando buscar la verdad en algún gesto, en

algún rictus de sus labios, que desde luego no aparecían crueles.

El le dijo que aquella historia se la había inventado su exmujer para hacerle

daño y había sido alimentada por toda su familia.

Sin embargo ella no supo qué creer, simplemente dejó que pasase el tiempo y se

alejó cada vez más de él porque había sentido miedo, -sentía miedo

constantemente cuando estaba a solas con él, pero no lo había sabido hasta

entonces, pues el deseo era más fuerte- refugiándose en Ricardo.

-¿Dónde están los hombres?. Se preguntaba Fátima ante sus amigas,

treintañeras.

-Verdad, -le respondían-, el que no es gay es un maltratador, o un inmaduro, o

está colgado. Le respondían.

Aunque Fátima decidió alejarse de Albar, en el fondo tenía dudas sobre él. Sin

embargo, de pronto, aquellas dudas desaparecieron. Caminaba por una calle

cuando las luces de una ambulancia llamaron su atención. Justo cuando estaba

a la altura del vehículo de emergencias, salieron dos policías locales abriendo

paso entre los curiosos, para que pudiese pasar el personal sanitario que

transportaba una camilla, en donde una mujer rubia yacía con los ojos

morados y la cabeza vendada, mientras sacaba el brazo de la camilla y daba la

mano a un niño de seis años, y esté a su vez daba la mano a su hermano, en una

cadena indestructible.

Fátima creyó que por un segundo, la mujer de la camilla la había mirado

y le había hecho algún gesto, pero luego cayó en la cuenta de que se trataba de

algo imposible. Nunca más volvió a ver a Albar.


La venganza de Aristómenes


Cuando Aristómenes divisó el monte Crono, como uno inmensa nube vegetal

sobre la pisátide, paró un instante para contemplar aquel hermoso paisaje, y dar

de beber a su caballo en un arroyo. Estando junto al río decidió purificarse

manos y brazos, recordando el consejo de su padre “el que pasa un río sin

purificar sus faltas ni lavar sus manos, a éste le aborrecen los dioses y luego le

envían sufrimientos”.

Se alzó y contempló hacia el oeste, el valle de Alfeo y aquel pequeño puerto que

le había traído desde su lejana Creta, adonde arribaban los pequeños navíos de

los nobles de toda la Hélade.

Cuando, se incorporó de nuevo al camino principal apunto estuvo de ser

arrollado por un carro que iba a velocidad excesiva, conducido por un

corpulento joven de pelo largo, con aspecto de levantador de pesas. Aristómenes

se encaró con aquel bárbaro desconocido. De repente un escalofrío de ira y

emoción recorrió su columna vertebral y los bellos de sus brazos se irguieron

sobre sus recios músculos al comprobar que se trataba, nada más y nada menos

que Orsipo, que había dado muerte, años atrás a su propio padre en el campo

de batalla, en una incursión de enemiga a su isla. A punto estuvieron ambos

hombres de llegar a las manos de no ser porque, los muchos viandantes que se

dirigían a la ciudad, les separaron, aludiendo a la cercanía del ámbito sagrado.

La primera reacción de Aristómenes, cuando logró sobreponerse, fue seguir al

carro de aquel rostro de infausta memoria, e instintivamente, echar mano al

cinto de su espada, pero, no quería abortar el resultado de aquel viaje antes de

llegar a su destino. Dejó que su adversario se perdiese entre los miles de

hombres que llegaban a la ciudad sagrada y supo que tarde o temprano se verían

las caras.

La primero que hizo Aristómenes al llegar a Olympia, aparte de inscribirse en la

competición, realizar el juramento ante la presencia de su recién encontrado

entrenador, fue atravesar la gran arteria principal rodeada de templos,

columnas, estatuas, y toda clase de edificios notables en medio de aquel bosque

sagrado, fue postrarse ante la imponente estatua de Zeus de oro y marfil.

La solemnidad del silencio en el interior de un templo le sobrecogió, sin

embargo, él ajeno a la multitud, pidió al padre de los dioses que le ayudase a

lograr su cometido, pues era lo que más deseaba en la vida, entregando a los

sacerdotes como ofrenda, un casco que usó en una de sus numerosas batallas.

El ímpetu interior de sus oraciones fue respondido por el olor del incienso y de

las hierbas aromáticas que eran quemadas por los sacerdotes en los pebeteros.

Al salir del templo, Aristómenes, era un hombre seguro de poder cumplir su

destino y se mezcló más relajado en el bullicio de forasteros que entraban y

salían de las hosterías, y ya lejos del altis sagrado, acudió al mercado a

deambular y comprar algunas provisiones entre los interminables tenderetes de

las ferias, antes de dirigirse al lugar que le habían asignado para alojarse, en el

campamento de la palestra.

-Hola, soy Stéphanos, esclavo de la palestra, seas bienvenido, noble atleta de la

tierra del Rey Minos, estoy aquí para hacer tu estancia más agradable, si deseas

algo, no dudes en pedírmelo.

De esta forma le recibieron en el campamento, a las puertas de la tienda que le

habían asignado. Entre sus compañeros de tienda, descubrió con sorpresa y

alegría al célebre corredor Leónidas de Creta, mensajero de los ejércitos de la

isla, con quien se fundió en un abrazo muy cariñoso.

Como símbolo de que dejaban atrás su vida cotidiana, y se convertían en iguales

y servidores de Zeus, dejaron sus armas y ropas, cogieron su bolsa de cuero

con útiles de aseo y fueron a tomar un relajante baño y masaje, para reponerse

del largo viaje, en la intimidad del baños anexo al gimnasio de la palestra.

-Uno debería poder venir cada año a Olimpia. Esto es un paraíso, no hay guerra,

ni hambre, los esclavos te cuidan, todos te adoran como aun héroe. Hay vino y

cuantos hombres y mujeres puedas desear. ¿Qué mas se pude pedir?.

-Ganar, respondió sinceramente Aristómenes. Y a eso he venido.

El silencio se hizo entre ambos y se trasladaron con la mente a las desiertas

playas rocosas de su isla natal, donde nadaban desnudos con frecuencia,

mientras los bañaban y les masajeaban el cuerpo con aceites y ungüentos

aromáticos.

Leónidas quedó sorprendido de la determinación de su compatriota.

-El triunfo es una cuestión de convencimiento. Supongo que deberás tener una

importante motivación.

-Efectivamente, y no es el dinero o la gloria, sino el honor familiar.

Aquellas palabras despertó en Leonidas ana cierta fe en uno mismo, una fe que

quizá el no tuviese tan acendrada.

-Yo no necesito ganar para ser feliz. Me basta sólo con estar aquí. Aquí estamos

los mejores. Esta ciudad y esta experiencia son ya un regalo de los dioses.

Disfrútalo.

Un sonoro aplauso resonó en la tienda cuando Stéphanos trajo las bandejas con

la cena, y las puso sobre las mesas que había junto a los camastros. Había

cordero asado, pastel de verduras, vino tinto de la región, queso y pan.

La calurosa noche de agosto invitaba a sacar a la intemperie las mesas y los

cojines y así lo hicieron, despojándose de las clámides y haciendo un círculo con

los cojines de los camastros, alrededor de las mesas.

-Muchacho, desengáñate. –Le dijo Antioco, un renegrido veterano barbado y de

vientre prominente, experto en batallas de Marte y de Olimpia-. Os oí antes. Es

bonito buscar la gloria de la victoria. Pero en lucha, Glauco de Caristo, es el

favorito, es el más fuerte, además tiene una espalda el doble de grande que a

tuya. Y sobre todo, ha ganado en los últimos cinco años.

-Sí, pero ya está viejo, -dijo el luchador cretense-, la victoria es de los jóvenes.

Las palabras del joven cretense quemaron a los más mayores, como las palabras

de una suegra y encendieron un enconado debate en el grupo, entre los que

defendían a la experiencia como maestra de la vida, y los más jóvenes.

De repente y sin previo aviso, los esclavos apagaron las antorchas entre las

protestas de los atletas que ya habían ingerido suficiente cantidad de vino y se

escucharon tambores y crótalos que se acercaban. El teatro de las hetairas

sagradas fue el regalo de la ciudad a los futuros héroes. Un hombre con máscara

de Dionisios se ubicó en el centro de la pradera rodeado de bailarinas y

tañedores de cítara. Las Bacantes y los faunos le rodearon, cubiertos por pieles

de ciervos, leones, serpientes, toros, coronas de hiedra, hinojo y álamo,

ejecutando danzas en honor al dios del delirio místico, simulando actos

sexuales, en una representación entorno a los dioses, la vida y la muerte.

-Este es el vino de la fraternidad, el amor y la amistad- levantó una copa el actor

central que tenía la máscara de Dionisos, invitando a los deportistas a hacer lo

mismo- mañana, cuando salgáis al estadio seréis enemigos.

Tras estas palabras, todo los hombres hicieron entrechocar sus jarras de barro y

pidieron a los esclavos que libaran más vino de las ánforas.

Tras la representación, que había enardecido el ánimo de los hombres, Leónidas

propuso a su compatriota ir a buscar un poco de diversión nocturna en algunas

de las fiestas que por toda la ciudad baja, lejos de los templos, daban la

bienvenida a los extranjeros, pero Aristómenes declinó la invitación, estaba

cansado y se iba a dormir.

-Deberías relajarte un poco, queda poco para la competición. Dijo Leónidas un

poco bebido. ¿O es que hay alguna mujer enamorada que te espera en nuestra

isla?.

-No, no existe tal mujer, -respondió- aunque estaría bien que existiese, al menos

para tener alguna respuesta para entrometidos como tú, -sonrió-.

-¿Y cómo un hombre joven como tú no ha encontrado aun a su amada?.

Interrogó de nuevo.

-Sencillamente tengo cosas más importantes en que ocuparme.

Y así el cretense negó de nuevo su invitación con un gesto de desdén y fue el

único que se tumbó en su camastro para dormir, mientras contemplaba

divertido cómo dos de sus compañeros de tienda, el veterano lanzador de peso

Antíoco de Lepros tomaba de la mano a Kleinomakos de Elis, el atleta más

joven y prometedor, le recitaba poemas para que todos le oyesen:
-A ti, como al hijo seductor de Arquéstrato he elogiado, pues te vi vencer con la
fuerza de tus piernas junto al altar de Olimpia en aquella ocasión, posees esa
mezcla de hermosura externa y lozanía que antaño a Ganímedes fue dada-. Dijo
Antíoco, burlón, que no había ignorado la belleza de Aristómenes. Se dirigió a él
para conocerlo mejor, llamando a su lado a su amigo el poeta Esepo, que
participaba en un banquete cercano.
-Un hombre enamorado tiene más fuerza que uno que no lo está y eso es
importante para luchar. Sencillamente porque no soportaría la idea de que su
amado le viese derrotado ante los demás. –Dijo el de Lepros-. Los bárbaros, en
efecto, debido a las no sólo ven vergonzoso esto, sino también la filosofía y la
afición a la gimnasia, ya que no le conviene, me supongo, a los gobernantes que
se engendren en los gobernados grandes sentimientos ni amistades y sociedades
sólidas, lo que particularmente, sobre todas las demás cosas, suele inspirar
precisamente el amor. ¿Acaso eres tu un bárbaro?. –
Preguntó Antíoco, mirándole profundamente a los ojos. -No lo soy. Ni tampoco
soy amante de la excesiva refinación, que a veces produce entretenimientos no
deseados para un guerrero que le conducen a la derrota. Respondió el cretense.
-Mucha es tu belleza y grande tu inteligencia por lo que veo. Pero como yo no he
mojado mis labios en la fuente del caballo, ni recuerdo haber soñado con la
doble cumbre del Parnaso, dejemos que sea Esepo el poeta tebano quien cante
tu belleza.
Los criados libaron para el bello Aristómenes más vino y se lo entregaron,
mientras Kleinomakos enrojecía de envidia. El cretense contemplaba la escena
con diversión, mientras el joven y delgado poeta, de facciones delicadas y
regulares, se preparaba para improvisar tañendo su cítara.
-Salud hijas de Zeus. Otorgadme el hechizo de vuestro canto. Celebrad la estirpe
sagrada de los eternos inmortales, y entre ellos este bello hijo de la tierra de
Licomedes. Vano sería enamorarse de ti solo por la belleza, como pérfido es
aquel amante vulgar que se enamora más del cuerpo que del alma, pues este ni
siquiera es estable, al no estar enamorado tampoco de una cosa estable, ya que
tan pronto se marchita la flor del cuerpo del que estaba enamorado, "desaparece
volando", tras violar muchas palabras y promesas. En cambio el que está
enamorado de un carácter que es bueno permanece firme a lo largo de toda su
vida.
Firme es tu carácter y tu mirada, color de miel, enarcada bajo unas cejas que
bien pudieran ser, los pórticos del monte Olimpo. Recta y fina, tu nariz como las
columnatas de los miadores de tu natal isla sobre el mar y carnosos tus labios,
como una fruta prohibida, dibujando curvas, manifestando por ella tu sabiduría.
Leonidas miró a Aristómenes, que asistía al espectáculo entre incrédulo y
ruborizado.
-Por eso, permite que te coronemos con estos pámpanos de vid, símbolo de la
sabiduría y la belleza, como el triunfador de la virtud, y el areté y soberano de
nuestros corazones.
Acto seguidos el poeta colocó los pámpanos de vid sobre su cabeza y los demás
aplaudieron muertos de risa. Siguiendo la costumbre, Aristómenes, debía ahora
responder aquellas palabras.
-Vuestra ceguera es mayor que vuestra elocuencia, pues ni soy tan bello ni
merezco otros regalos sobre mi sien, que las coronas de olivo reservados a los
campeones. Por esta causa, no oiré cantos de sirena, me debo solo a mi deporte
a mi familia y a Zeus. –
Respondió el cretense- . Después anunció que no participarían de la fiesta y que
se dirigiría pronto a dormir.
Así que Antíoco el atleta, el poeta Esepo y el joven Kleinómakos, viendo que no
lograrían su cometido se alejaron de la reunión, y poco después, se perdieron
bajo las sombras de la cercana arboleda sagrada del templo de Zeus, para que
sus siluetas se fundieran, mientras el resto de sus compañeros correteaban
detrás de las hetairas o se perdían hacia la ciudad baja, la única ciudad helena
donde se podían encontrar un día laborable a esas horas, todas las clases de
diversiones imaginadas.
Los cánticos matinales de los sacerdotes del cercano templo de Zeus, tras la

arboleda despertaron al campamento cuando la aurora acariciaba la tierra con

sus dedos rosados.

El luchador cretense decidió salir a entrenarse por las campiñas cercanas,

mientras contemplaba la salida del sol y los demás dormían. Al principio de la

suave carrera, notó frío sobre su piel desnuda, las pequeñas piedras del camino

le hacían daño en las plantas de los pies, pero conforme el sol se iba levantando

y sus músculos se iban calentando gracias al ejercicio, él se iba sintiendo cada

vez mejor, saludando de forma optimista a los otros hombres que realizaban los

mismos menesteres por el camino.

Corriendo campo a través en medio de la naturaleza, de las arboledas y las

plantas aromáticas, los rebaños de ovejas pastando en las explanadas, sintiendo

la esplendorosa vida restallando en cada rincón de su cuerpo, coincidió con su

principal adversario.

Encontró en medio del camino un carro atascado por las piedras y su dueño le

pidió que le ayudase, aunque no pudo. Necesitó la ayuda de otro corredor que

pasaba por allí para desatascarlo.

-Mi nombre es Glauco de Caristo. Le dijo sonriente.

-Ya he oído hablar de ti. Sin embargo, es probable que tu no sepas quien soy yo.

-Así es.-Dijo el campeón, que mientras se secaba el sudor de la frente, y sus fríos

ojos azules analizaban al recién llegado, por si pudiese poner en peligro su

reinado atlético.

-Aristómenes de Creta, me temo que somos adversarios. –La bien esculpida

anatomía de luchador de su adversario, en donde no cabía la improvisación, -y

sobre todo su mayor peso- no le hizo, sin embargo, desconfiar de sus

posibilidades.

El campeón le invitó a que corriese con él por aquellos prados hasta llegar al río.

A pesar de haber oído hablar toda su vida de aquella visión, nunca pudo

imaginar la belleza del paisaje, los bosques conteniendo a los templos de la

ciudad en la lejanía, brillando su mármol como una perla blanca en medio de

oscuridades umbrías, la multitud de árboles frutales, cipreses y olivos, las nubes

besando amorosamente las crestas de las rocas, como si el cielo y la tierra no

fuesen más que una enorme morada de Zeus.

-Haces bien en entrenarte tan temprano, este año me costará más trabajo

vencer.

Al cretense, aquella expresión de sinceridad le sorprendió gratamente, y miró al

campeón con rostro interrogante.

-No me preocupáis vosotros los jóvenes atletas, que hay muchos, y muy buenos.

Sino ese siniestro luchador Tracio, de quien dicen es un asesino sin piedad en el

pancracio.

-En el pancracio y fuera de él. Dijo el cretense.

-¿Le conoces?.

Aristómenes, no supo qué responder. Recordó, ante la visión de las ovejas

aquellos versos, “pastores del campo, triste oprobio, vientres tan solo. Sabemos

decir muchas mentiras con apariencia de verdades, y sabemos cuando

queremos, proclamar la verdad”.

A su mente llegaron, con inusitado vigor, el olor del fuego devorando los árboles

sembrados por su padre cuando él nació, -acabando con su casa, íntimas

estancias de su alma, muros y columnas de su infancia finamente decorados,

abriéndose hacia la eterna belleza del cristalino mar. Todo hoy en ruinas. Y

sobre todo, su anciano padre, implorando piedad ante aquellos inclementes

saqueadores sedientos de sangre. Su padre tendiéndole la mano, buscando sin

encontrarlo, el consuelo de su hijo, y al fin, empujado hacia los acantilados por

rencillas políticas del pasado. Por último, las naves de aquellos piratas huyendo

con sus riquezas por el vinoso mar, al atardecer.

-No le conozco lo suficiente-. Respondió. Sin embargo aquel otro hombre

demostró ser grande y no solo en físico cuando dijo.

-Seremos aliados contra él. –Estableceremos una estrategia de desgaste y le

venceremos-. Los contrincantes, estrecharon sus recios antebrazos, sellando un

inquebrantable pacto, mientras el sol empezaba a picar sobre los cuerpos

desnudos de los orgullosos atletas que corrían por la campiña, bajo la atenta

mirada de Zeus.

Se sentía orgulloso de haber llegado hasta allí, orgulloso de su cuerpo, de su

patria, de su isla y de su familia –por la que luchó hasta volver a sacarla

adelante- y no se sintió en absoluto un ser ajeno a aquella tierra, todo lo

contrario, y eso le hizo pensar que verdaderamente los dioses le serían

propicios.

Yahia y la sombra
I
El solitario Yahia caminaba por el sendero polvoriento al atardecer, tras un duro
día de trabajo vendiendo cestos de mimbre por los pueblos de alrededor cuando
se sintió sorprendido por la presencia en el firmamento, sobre el perfil de
Marsenah-Al-Zaitunah, y las lejanas sierras, de aquel astro resplandeciente
anunciado por los sabios de la escuela coránica de la madrassa.
Al principio se sintió intimidado por la súbita presencia del astro, por si pudiese
anunciar algún suceso grave, aunque pronto se impuso su sentido común de
viejo campesino andalusí.
En Qurtuba dijeron que era una señal de la gloria de Al Nasir, quien por
entonces extendía sus victorias por la marca del norte. Otros más prudentes
como él –que aún recordaba las calamidades de la guerra civil que hacía pocas
décadas había azotado aquellas tierras- se preguntaban si no sería una
señal de que todo lo que se eleva en el cielo acabará por descender, y lo que un
día se encendió será al fin apagado por el tiempo.
-Assalamu aleikum, murmuró ensimismado Yahia, ante tal pensamiento
esclarecedor y contempló cómo la luna nueva de Dulqada comenzaba a asomar
por entre los olivares mientras las murallas de la ciudad, las torre de la al-
kazaba, y la mezquita se teñían de rojo. A lo lejos se distinguían algunos
pastores, alrededor de unos rescoldos, bebiendo leche caliente y quizá
recordando viejas historias de su pasado beréber, cuentos del desierto llenos de
genios que pululan por los espacios inmensos.
Fue entonces cuando Yahia vio con claridad la sombra. Estaba allí en medio del
camino, a pocas leguas de la muralla delante de él, el viejo notó con seguridad
la súbita presencia de lo sobrenatural. La sombra se le acercó, le pareció
descubrir en ella algunos rasgos humanos y sintió que estaba observando el
fondo de su alma. Yahia cerró los ojos, esperando que al abrirlos, aquella visión
horrible hubiese desaparecido, pero cuando sus pupilas se abrieron de nuevo, la
sombra seguía allí.
El maduro hombre echó a correr como un chiquillo sin mirar atrás, recitando
de memoria una sura del libro sagrado que dice “ son éstos mensajes de la
escritura divina, llena de sabiduría, fuente de guía y misericordia para los que
hacen el bien, que son constantes en la oración y dan limosna, pues son esos,
precisamente, los que en su interior tienen certeza de la otra vida”.
Yahia estaba seguro de estar en paz con Allah, por eso no entendía qué quería
decirle aquella sombra siniestra –quizá un Djin, no lo sabía- aunque intuía que
nada bueno podía ser. Veloz como el vuelo de un Alcotán cruzó las huertas que
circundaban el pueblo y entró por la puerta de Istiyya.
Al cruzar el zoco sintió con más intensidad que nunca el olor del jengibre el
comino, cardamomo y cúrcuma, la hierbabuena, el tomillo y el laurel, las pasas
de moscatel y miel, mientras que los comerciantes desmontaban
presurosos sus tenderetes, y se oía con nitidez la melancólica llamada del
muecín anunciando la nocturna azalá de isha.
Yahia se dirigió inmediatamente a la mezquita pues su alma necesitaba
consuelo. Su pesar se diluyó en el patio en medio del rumor del agua
purificadora de la ablución. El sonido líquido y cristalino inundó el patio
entre la melodía de los bizmilla. En medio de la oración se alegró de ver
a las puertas de la mezquita a la vieja Shams vestida de su eterno color blanco y
acompañada de aquel joven sabio forastero, justo las dos personas a las que
necesitaba ver, de nuevo dio gracias a Allah.
-¡Al Hamdu li-llah, el Primero ¡Al Hamdu li-llah, no hay un después, si no es él,
que es el Siguiente. No hay antes, ni después, ni alto, ni bajo, ni cerca, ni lejos ni
cómo, ni qué, ni dónde, ni estado, ni sucesión de instantes, ni tiempo, ni
espacio, sin él!.
Shams, conocida como “um al fuqara” amiga de los pobres, lo escuchó con la
acostumbrada atención, pero se excusó, pues debía preparar un digno
recibimiento a los muyahiddum que al día siguiente cruzarían la ciudad. Sin
embargo le dejó en las manos de su amigo aquel joven forastero, al que Shams
llamaba abdal –maestro- o más pomposamente Ash – Shayj al-Akbar, el
maestro más grande de quien se decía que había visto a al-Jadir-.
Los dos hombres se dirigieron al hammam cercano a la puerta de Isbyliya, allí
cenaron frugalmente y charlaron plácidamente entre el suave vapor que
ascendía desde el fondo del baño, que terminó disolviendo todo anhelo y todo
recuerdo. Las imágenes de la memoria no eran ya nada. Como niños inocentes
chapoteaban con las manos abiertas. Ya no había palabras sino un rumor de
alberca milenaria amplificado por la bóveda de piedra del baño. Luego tomaron
té verde.

Abu Barkr Ibn Arabí, que así se llamaba el joven forastero venido de

Mursiya exclamó un rotundo -"¡Alhamdulillah Ibn Habib: -Alégrate, Yahia- y le
tranquilizó diciéndole que la aparición de la sombra era un buen augurio.
-No debes temer. Significa que algún antecesor desea comunicarte algo. Hoy ha
observado tu alma y quizá otro día se presente de nuevo para dar una respuesta
a lo que ha visto. Si esto ocurre, por favor, comunícamelo.

Yahia dio gracias al maestro por aquellos consejos tranquilizadores y ya en su

casa contó lo sucedido a su anciana mujer y se fue a dormir, pues había sido un

día duro.
El muecín llamaba a la azalá del mediodía desde el minarete de la mezquita,
mientras el sol entraba por las estrellas del techo de los baños, diluyéndose
entre el vapor de la estancia donde Ibn Arabí tomaba té.
-Assalamu aleikum. —dijo Yahia entrando en la estancia presurosamente—
¿Sabes ya la noticia?. He oído decir en el zoco que los muyahiddun están a
punto de llegar.
El sol penetraba en la estancia arrancando destellos dorados en la
bandeja y en los vasos. Abu Barkr Ibn Arabí retiró con mucho cuidado la ramita
de hierbabuena soplando en el té humeante y sorbiendo ruidosamente dijo:
—"¡Allahu Akbar!. Y los dos hombres se dirigieron hacia las azoteas del edificio
para ver llegar a los soldados.
Desde los balcones de la segunda planta podía disfrutarse de la visión del
jardín y, más allá, de las suaves ondulaciones del paisaje hacia el sur y de las
más agrestes montañas desde los miradores que se abrían hacia el norte. Por fin
en la azotea vieron una gran polvareda levantada por los cascos de los caballos.
Muchos curiosos contemplaban la escena desde la azotea, pero Yahia tenía la
mirada perdida en el horizonte. Ibn Arabí lo observó y le dijo:
-Supongo que no estás triste por la llegada de los muyahiddun.
-No, Sidi –señor- . Es la sombra lo que me preocupa. Esta mañana temprano
cuando salí a trabajar estaba en el mismo recodo del camino. Salió de la tierra y
esta vez me habló.
-¿Y que dijo?.
-Palabras que no entendí. Me dijo que sobre mis antepasados flota mi porvenir.
Y que cuando se ponga la mujer-sol, llegará el ocaso de la ciudad. Parece una
profecía.
En medio de la multitud de guerreros distinguieron el estandarte blanco de los
belicosos banu Maruan, el almorávide ondeando. El joven sabio de muralla
brillante no dejaba entrever alegría en su rostro.
-¿Amigos o enemigos?. Preguntó Ibn Arabí.
-Eso nunca se sabe. Depende de lo hambrientos que estén. Respondió Yahia.
-Tendré que consultar los libros de la madrassa. –dijo el sabio cambiando de
conversación-. Son demasiadas señales, el cometa, la sombra y ahora ésto.
Intenta enterarte dónde reposan tus antepasados.
-Mis antepasados están en la makbara, como el resto. El anciano Yahia estaba
asustado y no entendía porqué la sombra le había hablado precisamente a él,
viniendo a turbar la paz de sus postreros días.
-Asegúrate de ello. Y si no quieren que te tomen por un alucinado, no lo
cuentes a nadie. Tampoco a Shams, se lo diré yo. Cuando averigües lo que te
pedí ven a comunicármelo a la madrassa.
Cuando Yahia salía por la puerta de Qarmuna, vio a las tropas entrar a la
alcazaba, siendo recibidas por el alcaide de la fortaleza. Shams como la mujer
más notable de la ciudad presidía la ceremonia de bienvenida y bendición.
Los soldados, que venían de un largo viaje tenían el rostro reseco y algunos
habían sido cruzados por el frío del acero, dejando escalofriantes marcas.
Volvían a sus hogares, más allá de las columnas de Hércules, pero la necesidad
de comida y de agua, les hizo detenerse allí. Los habitantes de la ciudad
confiaron en sus palabras tranquilizadoras, pero algunos albergaban
ciertos recelos, al ver su aspecto demacrado.
Sin que el anciano supiese porqué, un escalofrío recorrió el cuerpo de Yahia
cuando Salim, el jefe de los banu Maruan le dijo a Shams, -bendita aquella
mujer santa cuyo nombre brilla como el sol, esperamos que su luz no tenga
ocaso-. De repente recordó las palabras que oyó a la sombra y apretó el paso.

Cuando llegó a la makbara, buscó los sepulcros de sus antepasados y sus vellos
se erizaron al comprobar que no estaban, alguien los había desenterrado. Muy
enojado fue a buscar al encargado de su vigilancia, y esté le confirmó que
durante la noche, varios sepulcros que tenían aspecto de ser más ricos, habían
sido profanados, en busca de algún tesoro, y que ahora un grupo de jóvenes
estaban buscándolos. Yahia, desconsolado, recorrió a pié todas las huertas de
los alrededores de la ciudad si encontrar nada y cuando ya se encontraba muy
agotado encontró una antigua huerta abandonada hacía siglos.
Allí vio los restos de una antigua noria, casi destruía, bajo la sombra de una
enorme higuera, así que se sentó en su sombra tratando de pensar. Vio la casa
derruida mostrando impúdicamente sus vigas quebradas y sus ladrillos
reventados.
Sin embargo más cerca, la huerta aún florecía sola, sin nadie que la cuidase,
había naranjales que nadie había labrado, con montones de frutas podridas
tiradas por el suelo, había también palmeras, muchos árboles frutales y toda
clase de flores. De repente aquel lugar empezó a hablarle, casi podía sentir
cómo le decía: lábrame, busca en mis entrañas.
Evidentemente había agua abundante aún. Buscando con la mirada, halló la
entrada de la noria. Se asomó y vio que dos grandes arcos apuntados sujetaban
la estructura que almacenaba agua, aunque no pudo ver nada porque no había
suficiente luz, aunque se dio cuenta de que si esperaba un poco, los rayos del sol
iluminarían el aljibe.
Y cuando esto sucedió contempló una caja de plomo al fondo del pozo, parecía
un ataúd, y sobre ella flotaba una gran bolsa de tela. Cuando, pudo acercársela
con un palo, la abrió y vio maravillado que estaba llena de monedas de oro y
entonces recordó la profecía de nuevo: -sobre tus antepasados flota tu
porvenir. Estaba claro que hartos de buscar lo que no encontraron, los
profanadores tiraron al agua el ataúd de plomo y con el golpe la bolsa de las
monedas salió a flote. Dio gracias a Alá de nuevo. -¡Al Hamdu li-llah, el
primero ¡Al Hamdu li-llah, no hay un después, si no es él....Poco después fue a
buscar ayuda y devolvió los restos de sus antepasados a su lugar. La primera
parte de la profecía se había cumplido, pero. ¿Y la segunda?. ¿Qué clase de
creyentes saqueaban tumbas?. De nuevo una sombra terrible cruzó su mente.
Una vez recuperados los restos de sus antepasados, se dirigió a la madrassa y
encontró a Ibn Arabí en la biblioteca, leyendo un libro, con cara de
preocupación.
-Ha llegado el final de una era. –Dijo el maestro súbitamente, levantando la
cabeza de sus escritos.
Al anochecer, los muyahiddum, consumaron su venganza contra la ciudad,
haciéndole pagar pasadas alianzas con sus enemigos. El amanecer reveló la
magnitud de la tragedia cuando el polvo de las tropas abandonando la ciudad
se elevaba hacia el infinito, mezclándose con el humo del fuego que la había
arrasado durante toda la noche, reduciéndola a escombros. Años más
tarde, esta violencia injustificada provocó una lucha intestina que fue
aprovechada por las tropas cristianas para conquistar Al-ándalus.

II
Malik contemplaba la puesta de sol sobre las murallas de Marchena desde el
cerro del cortijo de los olivos, sintiéndose en armonía con el mundo. El pueblo
presidido por sus murallas almohades, -en algunas zonas casi arruinadas-, era
tan pequeño en la lejanía, que se quedaba en nada comparado con las lejanas
montañas de las serranías gaditanas y malagueñas, que cruzaba todo el paisaje
como una espina dorsal de la tierra. Solo la blancura de las casas de los pueblos
que se esparcían por la campiña, en donde antaño estuvo la frontera del antiguo
reino nasrí de Granada, ponían una nota de blancura en medio de la oscuridad.
Salía la luna sobre los olivares, y las primeras luces de las farolas y los
automóviles por las carreteras comenzaban a brillar, sacando al hombre de
su ensimismamiento.
Aquellas luces y aquella ciudad bajo la montaña, hicieron recordar a Malik la
primera vez que vio las tierras de aquel país extranjero, hace pocos años.
Entonces el horizonte se bamboleaba como su destino, y así las luces de una
ciudad bajo una enorme montaña brillaban sobre el mar, al igual que la
esperanza brillaba en sus ojos, a pesar de aquel temporal de levante que quería
hundir para siempre la patera y sus sueños de justicia en las aguas del océano.
Sin embargo siempre supo que sobreviviría.
Mirar salir la luna era el único capricho que Malik se permitía como
recompensa al final de su dura jornada laboral como jornalero recolectando
aceitunas en las campiñas sevillanas, como bálsamo contra las miradas y los
murmullos de incomprensión hacia el extranjero.
Sin embargo, él no se sentía extranjero en aquella tierra. Por ejemplo, ahora
mientras caminaba hacia Marchena, rodeado de olivos, de antiguos aljibes, de
huertas, y a lo lejos aquella torre moruna y aquellas murallas, aquel aroma a
jazmín, aquellas palmeras, aquel paisaje casi desértico, se sentía como en casa.
Había algo en el aire que le resultaba familiar, una densidad reconocida, un
inconfundible aroma.
Cuando Malik llegó a su casa asustado y le dijo a su esposa Zineb que había
presenciado una sombra que en medio de la noche le había hablado, ella no se
sorprendió, pues había oído leyendas similares de sus antepasado y había leído
en los libros cosas parecidas.
Zineb levantó la vista del libro de cuentas del bazar que regentaba en Marchena
y preguntó a su marido qué le había dicho la sombra.
-Dijo que una nueva luz llenará nuestra casa. Pero también dijo que cuando la
intolerancia derribe las torres, comenzará una nueva era.
Los esposos se abrazaron mientras la música de tambores y trompetas llegaba
de la procesión que cruzaba la calle. Las placidez de los días invadió de nuevo la
casa de los jóvenes esposos. Aquella calurosa noche de verano, la luna llena
iluminaba los campos y los esposos salieron a pasear para tomar el fresco.
No había nada en la televisión y no les gustaba salir a tomar copas a los bares
donde todos bebían alcohol. Además, era una diversión más barata. Apoyados
sobre un olivo los esposos hicieron el amor apasionadamente, aquella noche
ella sintió algo distinto, por eso ella no se extrañó cuando un mes después el
médico le dijo que estaba embarazada. Zineb sonrió tímidamente, bajo el velo
que cubría su cabello cuando supo la noticia, llevaba semanas muy sensible y
lloraba sin aparente motivo. Ahora de nuevo las lágrimas surcaban sus ojos . El
médico fue el primero en felicitarle y le preguntó, -¿has pensado en algún
nombre?-. Un nombre llevaba meses rondando su cabeza y siempre pensó que
su primer hijo se llamaría así, Yahia: ese era el nombre tradicional de su
familia.
Camino a casa, notó que la gente la miraba aquella mañana más que de
costumbre. Paró en el escaparate de una tienda de muebles y electrodomésticos
y miró el precio de una cuna de madera, ¡170 euros!, qué barbaridad. Pediría a
su padre carpintero que le enviase una cuna hecha por él mismo desde su
Assilah natal. Miró una televisión que había en el escaparate y atónita
contempló como un avión atravesaba una torre y la hendía como el cuchillo a la
mantequilla.
Entonces supo que comenzaba una nueva era.