Relatos breves, poemas y paridas varias

Tuesday, September 13, 2005

Abendé

Más allá, mucho más allá, donde ninguno de nosotros ha ido jamás, la luna llena coronaba aquella noche las interminables extensiones secretas de la selva, las inaccesibles regiones de la paz, donde no hay reyes, ni tiranos y los dioses se confunden con los árboles y quizá aún existan animales desconocidos. Allí, en el antiguo corazón del planeta, su latido se mezclaba a lo lejos con tambores rituales que anunciaban que algo extraordinario acababa de ocurrir. Como la piel del tambor se tensa y luego vibra nerviosa ante el golpe rítmico e incesante, así se sentían aquella noche los Baká que bailaban ritualmetne alrededor del fuego, para que el alma del cazador recién atacado por una pantera, -a cusa de algun extraño maleficio- se sintiera justamente honrada y pudiese emprender el viaje hacia el lugar donde viven los espíritus.

-Babá, los mayores no tenéis miedo. Dijo un adolescente a Abendé, jefe de la tribu, el más
anciano y el mejor cazador, que gracias a sus conocimientos de la naturaleza, lograba imitar a la
perfección los sonidos de numerosos animales. El jefe le respondió con un abrazo y un consejo.
-El miedo es bueno, porque a veces nos mantiene con vida.

Alrededor del fuego, los familiares del muerto, con la cara pintada de blanco, lanzaban súplicas y
loas al difunto, gritos que eran respondidos a coro por el resto de la tribu. Poco después el jefe de la tribu se reunió con le resto de los mayores y cazadores del grupo y expresó su preocuapción por lo que estaba sucediendo.

Abendé, de una edad indefinida pero avanzada, tenía el semblante preocupado, su menudos, pero fuertes brazos se movían nerviosamente acompañando a sus palabras, mientras de vez en cuando temblaza tímidamente el tocado de palmas que en la cabeza, le confería su autoridad como jefe.
-Los espíritus malignos nos envían desgracias. Decía uno. Todos se conocían desde niños y sabían lo que quería decir aquella expresión preocupada en torno al círculo de notables sentados en el suelo sobre sus faldas de palma, al pié del árbol mas grande, que abría sus copas hacia el infinito, por encima de los helechos, las orquideas y las bromelias.
-Y no podemos oir a Ubangui ni comunicarnos con nuestros antepasados. Estamos solos. Dijo otro, mas joven y asustado.
-Se trata de alguna maldición, asintió Abendé y se mantuvo luego pensativo y en un silencio
quebrado solo por los tambores y el latido de su corazón. El jefe preguntó entonces si alguno
había molestado a algún espíritu de la oscuridad.
-Lo sabríamos, eso siempre se sabe. Le respondieron.
Entonces Abendé propuso la decisión que todos esperaban y que el viejo y respetado jefe siempre adoptaba cuando se trataba de un asunto especialmente grave: irían a la aldea de su hermano Abessé, donde vivía la otra mitad del grupo, a dos días de distancia hacia el norte, para preguntarle si ellos estaban sintiendo lo mismo. Decidieron separarse hace años para tener menos problemas con la caza. De esa forma los baká siempre iban donde querían, sin ser molestados por negros o blancos.

A la mañana siguiente un grupo de diez cazadores y el jefe salieron en busca de Abessé, pero antes recibieron la bendición de Emelé, la mujer que habla con las plantas, que los bendijo, los pintó con la sangre del árbol rojo y entonó un suave canto para que las fieras se adormecieran a su paso, invocando a los espíritus del bosque. En la despedida Abendé y Emelé partieron una hoja y la guardaron para recordarse mutuamente y los hombres corrieron hacia lo más profundo del bosque.
El grupo cruzó la selva como una exalación, siguiendo el curso del río y al anochecer alzcanzaron
un claro, donde los exploradores cortaron ramas para hacer unas cabañas con las que mantenerse al abrigo de la noche e hicieron fuego con el tizón que transportaban como el mas preciado tesoro, para alimentarse y mantenerse al resguardo de la fieras.

Mientras buscaban caza vieron una de aquellas chozas -un elig- de los comehombres, brujos bantúes que hacían ceremonias malignas con rituales en los que se suponía que ingerían carne de otros hombres para hacerse mas fuertes o más inteligentes. Abendé comprobó que aquella choza había sido usada recienteme para sacrificios rituales, a pesar de que suponían hacía tiempo se habían marchado.
-No toquéis nada, sus espíitus malignos pueden estar aun aquí. Dijo Abendé. Traed el fuego,
debemos quemarlo todo.
El grupo hizo un círculo en torno a la choza maldita y le predieron fuego mientras el jefe
pronunciaba las palabras rituales.
-Maldad. Aquí han comido carne de hombre. Llamamos a nuestros espíritus amigos para que luchen contra los que comen hombres. El fuego lo limpiará todo. Salieron corriendo de nuevo con la intención de no parar en toda la noche, pero el cansancio les pudo, y se sentaron a descansar,
contemplando la luna, mientras se calentaban alrededor del fuego. Estridentes gritos de los
animales se multiplicaban alrededor, inundando hasta el último rincón de la selva.
-La noche suena diferente. Dijo Abendé.
-Los animales tienen miedo. Algo les pasa. Le respondió un cazador.
Llegaron al poblado de Abessé casi al amanecer, muy alterados, despertaron a la familia de su
hermano hablando nerviosamente de forma que casi no se les entendía. Abessé mucho más
tranquilo les recibió fumando y les dijo que se calmasen que ya contarían lo que estaba sucediendo.
Cuando se recuperó Abendé contó todo lo sucedido.
Abessé respondío que sabía que tarde o temprano volverían, que estaban en peligro y que tendrían que marcharse de allí. -El mundo está cambiando. Profetizó. Los animales huyen y cazamos poco, pasamos hambre, hay enfermedades desconocidas. Todo parece embrujado. Y lo peor hemos dejado de soñar. A continuación ofreció a sus invitados algo para comer, mientras amanecía sobre el poblado.

Abendé asintió y después de ir a hablar con las mujeres, los jefes hermanos decidieron ir a hablar con Bakú, el jefe de los bantúes que comerciaba con los blancos y siempre sabía qué estaba ocurriendo. Abessé debía quedarse, pues al atardecer varios niños se convertirían en hombres.

Cuando todo el mundo se percató que había llegado el jefe Abendé, le hicieron un gran recibimiento y para celebrarlo, las mujeres fueron a pescar al río, porque sabían que aquel espectáculo agradaba especialmente a su jefe. Era verano y el riachuelo llevaba poca agua. Cientos de mujeres construian pequeños diques con ramas y barro, y luego palmeaban la superficie del agua, que lograban hacer sonar como verdaderos instrumentos de percusión acompañándolas de bellos cánticos. De esta forma asustaban a los peces y los hacían digirse hacia los taludes. Luego secaban la parte del río entre dos diques y cogían los pequeños peces, gambas, ranas y cangrejos de los agujeros que usaban como escondite, con mucho cuidado de no hayar ninguna serpiente, ni otra alimaña que acechara a las bestias que iban a beber a las orillas del riachuelo. Abendé disfrutó mucho de aquel espectáculo.

A mediodía, las mujeres habían termiando de preparar la pesca mientras seguían cantando.
El campamento se había inundado del humo de las fogatas donde se preparaba la comida, mientras los niños barrían el suelo de la planicie con escobas de ramas, para evitar incendios y la llegada de animales, que así molestaban menos. De pronto se rozó de nuevo la tragedia cuando un niño distraído estuvo a punto de aplastar con el pie a un camaleón, el animal sagrado. Abessé reunió a los niños y les explicó que estaban allí gracias al camaleón. Un día, cuando no existían hombres, un camaleón se acercó a un árbol que hacía extraños ruidos y lo partió en dos. Del tronco del árbol brotó un gran río y alrededor de él surgió la selva y de entre las aguas surgieron un hombre y una mujer, los primeros baká. Un niño despistado fue reprendido duramente por el jefe. Los baká solo mataban para comer, por eso no entendían cuando un blanco mataba a un elefante y no lo comía.
-Vosotros los niños tenéis la obligación de escuchar atentamente a los mayores para que os enseñen cómo es el mundo. Ubangui nos alimenta y nos puede matar. Cuando aprendéis los suficiente, los jefes os afilan los dientes para que podáis mostrar que ya sois hombres valientes y fuertes.
Después de comer Abessé, comenzó la ceremonia de madurez. Todos se sentaron en derredor y nose escuchaba más que los golpes de metal del cuchillo sobre los dientes de los adolescentes, que aguantaban estoicamente el dolor, mordiendo un trozo de madera.
-Que los niños se hagan buenos, se despidió Abendé antes de abandonar el abrigo de la selva para encaminarse a las chozas de los bantúes. Era un claro con casetas de madera, en cuyas paredes había colgados toda clase de utensilios metálicos. Cuando Bakú vió llegar a los pigmeos, los saludó alegremente y les ofreció la nueva mercancía que acaba de comprar a los blancos, pues ya necesitaba de los productos que los pequeños les ofrecían: hierbas-medicina, colmillos, pieles o caza.

-No queremos nada, Bakú, solo he venido a hablar. Dijo el jefe pigmeo mientras entraba en la casa del jefe. No tardó en salir, para sorpresa de todos los hombres, corriendo hacia el bosque y
llamando a los suyos, alarmado por algo que Baká le había revelado. -¡Venid, seguidme rápido!.
¡Están matando a Ubangui!. Enseguida fueron a unclaro del bosque adonde pudieron comprobar que enormes máquinas estaban cortando los árboles centenarios. Abendé no podía creerlo, era lo peor que les podía ocurrir. ¡Están matando a Ubangui!, repetía. Los bantúes manipulaban enormes motosierras que lograban cortar limpiamente y en un segundo árboles que ya estaban en aquel bosque cuando el abuelo del abuelo de Abendé era solo un niño. Los árboles caían uno tras otro con la misma facilidad con el el jaguar cazaba al dongo rojo. Con las máquians de los blancos, la matanza era enorme. Enormes grúas transportaban los troncos hasta camiones.

Abendé dió la orden de atacar, pero apenas diez lanzas solo lograron asustar a los conductores de una máquina, luego salieron corriendo ante el estruendo de un disparo de arma de fuego.
-Os pago para que asustéis a los enanos y vienen aquí a dar problemas.
-No te preocupes jefe, ya las estamos haciendo cosas. No volverán a molestar.
Los baká corrieron a refugiarse al interior de la selva asustados por lo que habían visto. Pero eso no era todo. Cuando llegaron al campamento de Abessé, las mujeres lloraban. Los comehombres, no solo mataban a Ubangui, también habían secuestrado a dos niñas del poblado.
Los mayores decidieron enviar un grupo de tres rastreadores a buscar a las niñas, otro grupo a avisar a la tribu de Abendé para que se reuniesen con ellos cuanto antes, mientras los ancianos fueron al kalambako, el lugar más sagrado, para pedir ayuda a los antepasados. Junto a los colmillos de marfil de los elefantes que habían matado los antepasados arriesgando sus vidas, sus felchas y útiles personales, apareció misterioso y concentrado en sí mismo Kemé, el único que sabía que cantidad de la raiz de embondo había que mezclar con agua para ver más lejos, en busca del gran espíritu de los señores de la selva y se lo dió de beber a los cinco hombres más fuertes.

Los elegidos comenzaron a llamar al gran espíritu que todo lo ve y muestra cosas que los hombres no saben. Bailaban circularmente en torno a la hoguera animados por los ritmicos golpes de la percusión, de las palmas y las cañas, mientras los jefes les daban pequeños golpes en la cabeza, hasta que la raiz le abrió la cabeza, cayeron al suelo y empezaron a tener espasmos musculares y temblores, mientras gemían y cesaban los tambores. Kemé, el engangui de la tribu y los mayores, los protegieron, relajándole brazos y piernas que tenían duros como troncos y le aplicaban emetoc, una hierba para protegerlo de los malos espíritus. Los tendieron bocabajo para que no se sintiesen como al borde de un precipicio y estuvieron horas asi.

Cuando volvieron en sí, poco a poco los jefes fueron reanimándolos -tenían mucho frío- mientras
los tambores y los cánticos volvían a sonar. Se sentaron junto al fuego y explicaron que el viaje fue larguísimo y que llegaron a la morada de Ubangui, donde nada es igual que aquí.

Llamaron al gran espíritu y éste les contó dónde estaban las niñas, atadas y llorando, luego les
mostró el lugar donde el hombre blanco mataba a los árboles y de allí partía un camino muy largo hacia el corazón de Ubangui. El mensaje era muy claro. Buscarían a las niñas y luego, viajarían al corazón de la selva.

Los hombres se dedicaron a preparar las armas -amarrar las puntas de flechas con astas de antílope enano, hacer los arcos y las cervatanas y untarlas con el mortal estraganto, que acaba con los animales más grandes-. Y las mujeres los útiles para el viaje -nuevos taparrabos con la corteza de engangue, cortadas finas- cestas, y mucho alimento. Todo el mundo estaba tan ocupado que nadie se percató que los comehombres había robado los colmillos sagrados, mientras farfullaban frases como -estos enanos no saben lo que tienen, son unos salvajes que nunca han salido de la selva-.

Al día siguiente, todo el mundo se levantó con las primeras luces del alba, nadie había podido
dormir, porque sabían que la lucha era inminente. Las madres habían yacido con sus niños en brazos y no se separaban ni un segundo de ellos, por miedo a que los comehombres se los llevaran. Los niños son lo más importante que tienen los baká. Pronto llegó toda la gente de la tribu de Abendé, y la tribu se reunió al completo por primera vez desde hace años. La mujeres recibieron a Emelé, -que viajaba con su cesta a la espalda- como la mujer más importante, ellas cantaron su nombre y ella se lo agradeció bailando para ellas.

Mientras, en otro lugar Abendé arengaba a los hombres reunidos en círculo y asentían a cada una de sus frases con guturales y rítmicos rugidos.
-Este lugar no es seguro, decía. Los brujos nos acechan, los animales huyen, pasamos hambre,
enfermedades. Matan a Ubangui, al mismo bosque. Yo mismo les ví con mis ojos. Debemos
defendernos y salvar a las niñas, antes de que se las coman. Después nos iremos lejos. El gran
espíritu ha hablado y así lo quiere. Debemos ir todos y cada uno, no faltará nadie. Debemos ser
valientes. Tenemos que aplastar a esos cerdos. Si no, nos comeran y el mundo se acabará. La selva es nuestra y no nos van a echar, ni blancos ni negros.

Todos lanzaron un unísono grito y aplaudieron blandiendo sus armas, que estaban
dispuestos a usar. Kemé y los viejos pidieron el favor de los espíritus del agua, en el río, con unas ramas que luego quemaron en un fuego, mientras las observaban en silencio durante largo rato.
Al cabo de quince minutos Kemé habló: -Podréis salvar a las niñas-. Los espíritus estaban de su
parte. El jefe dió la orden de marcha y las mujeres cantando y bailando les despidieron hasta que salieron del campamento. Abendé condujo a Emelé y la madre de las niñas hasta un lugar seguro, en lo frondoso de la selva, donde vivían los gorilas, y las ordenó que esperaran allí.
En el cobertizo de los bantúes, se celebraba la llegada del marfil de los pigmeos, sin desconocer que la mayor parte del marfil del mundo está manchado de sangre. -Ya huelo a dinero, decía uno.
Mientras tanto, los exploradores baká, los observaban escondidos en la maleza, descubriendo a las dos niñas atadas a un árbol.
Los siete bantúes bebieron mucho y fumaron mucho banga para atraer a los oscuros espíritus que invocaban mientras amenazabana a las dos niñas con cortarles el cuello, bailaban cantaban y se pintaban la cara de blanco.
Los rastreadores adivirtieron a Abendé y pronto pudieron caer sobre ellos, pillándolos
desprevenidos. Les rodearon sin que se diesen cuenta y los bantú se asustaron mucho al verse
rodeados de centenares de pigmeos que les gritaban y les apuntaban con toda clase de armas. Se arrodillaron en un pequeño círculo como animales asustados. Abendé no quiso matarlos, su ley
prohibe matar a un hombre indefenso. Los colgaron de los árboles, dejaron que la selva se
encargaran de ellos y quemaron sus chozas.
Al día siguiente, todos en la tribu estaban muy conetentos, menos las dos niñas que estaban muy asustadas y débiles. El jefe ordenó que los hombres más valientes trepasen a lo más alto de los
árboles, centenares de metros trepando por lianas, sin más ayuda que un lio de ramas y un tizón que producía humo, para atontar a las abejas y coger la miel, el mejor don de Ubangui, el único alimento con el que un hombre puede vivir sano muchos años. Emelé y sus madres les dieron miel para comer y les abrazaron para apartar un espanto que se adivinaba en las miradas perdidas.
A los dos
días estaban completamente recuperadas y una mañana Abendé dió la orden de marcha, pidiendo a todos que no miraran atrás. Las mujeres llevaban sus canastos con útiles domésticos y lo más importante, el tizón del fuego, heredero de aquel que su madre les regaló un día, cuando decidieron vivir con un hombre. La mujer custodia el fuego y nunca deja que se apague. El hombre portaba sus armas y utensilios.Los niños y los ancianos marchaban en el centro.

Centenares de baká cruzaron la selva siguiendo el camino que el gran espíritu les había señalado. Cruzaron muchos lagos y muchas selvas hasta que llegaron a donde el hombre mataba a los árboles. El jefe no quiso evitar aquel lugar, para rodear con toda la tribu a los blancos que manejaban las máquinas, se dirigió a un estupefacto jefe de los blancos y le pidió que no siguiera matando a Ubangui, a la selva, pues caería sobre él una terrible maldición. Sin embargo el jefe no albergaba gran esperanza de cambio, pues es sabido que el hombre blanco no entiende de cosas importantes.
Continuaron el camino guiados por los espíritus mucho tiempo, días y noches, noches y días, hasta que de repente el jefe mandó que cesaran los cánticos y escuchó el canto de los pájaros que volvía a ser alegre, oyó también muchos animales que hacía mucho tiempo que no había oído y notó que allí nunca había entrado antes ningún otro hombre. Seguro que allí no podía entrar el hombre blanco.
Era un paraje frondoso, muy verde y fresco, con agua por todas partes y Abendé no tuvo la menor duda, aquel era el corazón del bosque, que habían estado buscando. Así lo comunicó a los demás que rápidamente empezaron a preparar el terreno y a cortar ramas para las cabañas. La gente tenía ganas de construir de nuevo sus casas. Cuando colocaron el kalambako, sucedió algo extraordinario, se oyeron los gorilas por largo espacio de tiempo, no lo vieron pero sabían que estaban allí, y enseguida supieron que se trataba del gran espíritu que les estaba dando la bienvenida, pues es sabido que el espiritu del bosque tiene forma de gorila. Entonces todos los celebraron con cánticos, bailes, palmas y tambores, mientras un pigmeo cubierto totalmente de ramas, simbolizaba el espíritu del bosque, y los demás les daban la bienvenida con ramas.

Pero aún quedaba la prueba más importante. Cuando al día siguiente, Abendé, salió sonriente de su tienda, todos supieron que había vuelto a soñar y que todo iría bien allí. Entonces Abendé elevó los brazos hacia los árboles y gritó: Ubangui, un grito que fue coreado por todos, en lo más profundo de la selva, donde nunca nadie jamás ha viajado, y donde nadie ha de llegar en el futuro, en el corazón del bosque, en el centro del mundo.

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