Relatos breves, poemas y paridas varias

Sunday, October 02, 2005


La venganza de Aristómenes


Cuando Aristómenes divisó el monte Crono, como uno inmensa nube vegetal

sobre la pisátide, paró un instante para contemplar aquel hermoso paisaje, y dar

de beber a su caballo en un arroyo. Estando junto al río decidió purificarse

manos y brazos, recordando el consejo de su padre “el que pasa un río sin

purificar sus faltas ni lavar sus manos, a éste le aborrecen los dioses y luego le

envían sufrimientos”.

Se alzó y contempló hacia el oeste, el valle de Alfeo y aquel pequeño puerto que

le había traído desde su lejana Creta, adonde arribaban los pequeños navíos de

los nobles de toda la Hélade.

Cuando, se incorporó de nuevo al camino principal apunto estuvo de ser

arrollado por un carro que iba a velocidad excesiva, conducido por un

corpulento joven de pelo largo, con aspecto de levantador de pesas. Aristómenes

se encaró con aquel bárbaro desconocido. De repente un escalofrío de ira y

emoción recorrió su columna vertebral y los bellos de sus brazos se irguieron

sobre sus recios músculos al comprobar que se trataba, nada más y nada menos

que Orsipo, que había dado muerte, años atrás a su propio padre en el campo

de batalla, en una incursión de enemiga a su isla. A punto estuvieron ambos

hombres de llegar a las manos de no ser porque, los muchos viandantes que se

dirigían a la ciudad, les separaron, aludiendo a la cercanía del ámbito sagrado.

La primera reacción de Aristómenes, cuando logró sobreponerse, fue seguir al

carro de aquel rostro de infausta memoria, e instintivamente, echar mano al

cinto de su espada, pero, no quería abortar el resultado de aquel viaje antes de

llegar a su destino. Dejó que su adversario se perdiese entre los miles de

hombres que llegaban a la ciudad sagrada y supo que tarde o temprano se verían

las caras.

La primero que hizo Aristómenes al llegar a Olympia, aparte de inscribirse en la

competición, realizar el juramento ante la presencia de su recién encontrado

entrenador, fue atravesar la gran arteria principal rodeada de templos,

columnas, estatuas, y toda clase de edificios notables en medio de aquel bosque

sagrado, fue postrarse ante la imponente estatua de Zeus de oro y marfil.

La solemnidad del silencio en el interior de un templo le sobrecogió, sin

embargo, él ajeno a la multitud, pidió al padre de los dioses que le ayudase a

lograr su cometido, pues era lo que más deseaba en la vida, entregando a los

sacerdotes como ofrenda, un casco que usó en una de sus numerosas batallas.

El ímpetu interior de sus oraciones fue respondido por el olor del incienso y de

las hierbas aromáticas que eran quemadas por los sacerdotes en los pebeteros.

Al salir del templo, Aristómenes, era un hombre seguro de poder cumplir su

destino y se mezcló más relajado en el bullicio de forasteros que entraban y

salían de las hosterías, y ya lejos del altis sagrado, acudió al mercado a

deambular y comprar algunas provisiones entre los interminables tenderetes de

las ferias, antes de dirigirse al lugar que le habían asignado para alojarse, en el

campamento de la palestra.

-Hola, soy Stéphanos, esclavo de la palestra, seas bienvenido, noble atleta de la

tierra del Rey Minos, estoy aquí para hacer tu estancia más agradable, si deseas

algo, no dudes en pedírmelo.

De esta forma le recibieron en el campamento, a las puertas de la tienda que le

habían asignado. Entre sus compañeros de tienda, descubrió con sorpresa y

alegría al célebre corredor Leónidas de Creta, mensajero de los ejércitos de la

isla, con quien se fundió en un abrazo muy cariñoso.

Como símbolo de que dejaban atrás su vida cotidiana, y se convertían en iguales

y servidores de Zeus, dejaron sus armas y ropas, cogieron su bolsa de cuero

con útiles de aseo y fueron a tomar un relajante baño y masaje, para reponerse

del largo viaje, en la intimidad del baños anexo al gimnasio de la palestra.

-Uno debería poder venir cada año a Olimpia. Esto es un paraíso, no hay guerra,

ni hambre, los esclavos te cuidan, todos te adoran como aun héroe. Hay vino y

cuantos hombres y mujeres puedas desear. ¿Qué mas se pude pedir?.

-Ganar, respondió sinceramente Aristómenes. Y a eso he venido.

El silencio se hizo entre ambos y se trasladaron con la mente a las desiertas

playas rocosas de su isla natal, donde nadaban desnudos con frecuencia,

mientras los bañaban y les masajeaban el cuerpo con aceites y ungüentos

aromáticos.

Leónidas quedó sorprendido de la determinación de su compatriota.

-El triunfo es una cuestión de convencimiento. Supongo que deberás tener una

importante motivación.

-Efectivamente, y no es el dinero o la gloria, sino el honor familiar.

Aquellas palabras despertó en Leonidas ana cierta fe en uno mismo, una fe que

quizá el no tuviese tan acendrada.

-Yo no necesito ganar para ser feliz. Me basta sólo con estar aquí. Aquí estamos

los mejores. Esta ciudad y esta experiencia son ya un regalo de los dioses.

Disfrútalo.

Un sonoro aplauso resonó en la tienda cuando Stéphanos trajo las bandejas con

la cena, y las puso sobre las mesas que había junto a los camastros. Había

cordero asado, pastel de verduras, vino tinto de la región, queso y pan.

La calurosa noche de agosto invitaba a sacar a la intemperie las mesas y los

cojines y así lo hicieron, despojándose de las clámides y haciendo un círculo con

los cojines de los camastros, alrededor de las mesas.

-Muchacho, desengáñate. –Le dijo Antioco, un renegrido veterano barbado y de

vientre prominente, experto en batallas de Marte y de Olimpia-. Os oí antes. Es

bonito buscar la gloria de la victoria. Pero en lucha, Glauco de Caristo, es el

favorito, es el más fuerte, además tiene una espalda el doble de grande que a

tuya. Y sobre todo, ha ganado en los últimos cinco años.

-Sí, pero ya está viejo, -dijo el luchador cretense-, la victoria es de los jóvenes.

Las palabras del joven cretense quemaron a los más mayores, como las palabras

de una suegra y encendieron un enconado debate en el grupo, entre los que

defendían a la experiencia como maestra de la vida, y los más jóvenes.

De repente y sin previo aviso, los esclavos apagaron las antorchas entre las

protestas de los atletas que ya habían ingerido suficiente cantidad de vino y se

escucharon tambores y crótalos que se acercaban. El teatro de las hetairas

sagradas fue el regalo de la ciudad a los futuros héroes. Un hombre con máscara

de Dionisios se ubicó en el centro de la pradera rodeado de bailarinas y

tañedores de cítara. Las Bacantes y los faunos le rodearon, cubiertos por pieles

de ciervos, leones, serpientes, toros, coronas de hiedra, hinojo y álamo,

ejecutando danzas en honor al dios del delirio místico, simulando actos

sexuales, en una representación entorno a los dioses, la vida y la muerte.

-Este es el vino de la fraternidad, el amor y la amistad- levantó una copa el actor

central que tenía la máscara de Dionisos, invitando a los deportistas a hacer lo

mismo- mañana, cuando salgáis al estadio seréis enemigos.

Tras estas palabras, todo los hombres hicieron entrechocar sus jarras de barro y

pidieron a los esclavos que libaran más vino de las ánforas.

Tras la representación, que había enardecido el ánimo de los hombres, Leónidas

propuso a su compatriota ir a buscar un poco de diversión nocturna en algunas

de las fiestas que por toda la ciudad baja, lejos de los templos, daban la

bienvenida a los extranjeros, pero Aristómenes declinó la invitación, estaba

cansado y se iba a dormir.

-Deberías relajarte un poco, queda poco para la competición. Dijo Leónidas un

poco bebido. ¿O es que hay alguna mujer enamorada que te espera en nuestra

isla?.

-No, no existe tal mujer, -respondió- aunque estaría bien que existiese, al menos

para tener alguna respuesta para entrometidos como tú, -sonrió-.

-¿Y cómo un hombre joven como tú no ha encontrado aun a su amada?.

Interrogó de nuevo.

-Sencillamente tengo cosas más importantes en que ocuparme.

Y así el cretense negó de nuevo su invitación con un gesto de desdén y fue el

único que se tumbó en su camastro para dormir, mientras contemplaba

divertido cómo dos de sus compañeros de tienda, el veterano lanzador de peso

Antíoco de Lepros tomaba de la mano a Kleinomakos de Elis, el atleta más

joven y prometedor, le recitaba poemas para que todos le oyesen:
-A ti, como al hijo seductor de Arquéstrato he elogiado, pues te vi vencer con la
fuerza de tus piernas junto al altar de Olimpia en aquella ocasión, posees esa
mezcla de hermosura externa y lozanía que antaño a Ganímedes fue dada-. Dijo
Antíoco, burlón, que no había ignorado la belleza de Aristómenes. Se dirigió a él
para conocerlo mejor, llamando a su lado a su amigo el poeta Esepo, que
participaba en un banquete cercano.
-Un hombre enamorado tiene más fuerza que uno que no lo está y eso es
importante para luchar. Sencillamente porque no soportaría la idea de que su
amado le viese derrotado ante los demás. –Dijo el de Lepros-. Los bárbaros, en
efecto, debido a las no sólo ven vergonzoso esto, sino también la filosofía y la
afición a la gimnasia, ya que no le conviene, me supongo, a los gobernantes que
se engendren en los gobernados grandes sentimientos ni amistades y sociedades
sólidas, lo que particularmente, sobre todas las demás cosas, suele inspirar
precisamente el amor. ¿Acaso eres tu un bárbaro?. –
Preguntó Antíoco, mirándole profundamente a los ojos. -No lo soy. Ni tampoco
soy amante de la excesiva refinación, que a veces produce entretenimientos no
deseados para un guerrero que le conducen a la derrota. Respondió el cretense.
-Mucha es tu belleza y grande tu inteligencia por lo que veo. Pero como yo no he
mojado mis labios en la fuente del caballo, ni recuerdo haber soñado con la
doble cumbre del Parnaso, dejemos que sea Esepo el poeta tebano quien cante
tu belleza.
Los criados libaron para el bello Aristómenes más vino y se lo entregaron,
mientras Kleinomakos enrojecía de envidia. El cretense contemplaba la escena
con diversión, mientras el joven y delgado poeta, de facciones delicadas y
regulares, se preparaba para improvisar tañendo su cítara.
-Salud hijas de Zeus. Otorgadme el hechizo de vuestro canto. Celebrad la estirpe
sagrada de los eternos inmortales, y entre ellos este bello hijo de la tierra de
Licomedes. Vano sería enamorarse de ti solo por la belleza, como pérfido es
aquel amante vulgar que se enamora más del cuerpo que del alma, pues este ni
siquiera es estable, al no estar enamorado tampoco de una cosa estable, ya que
tan pronto se marchita la flor del cuerpo del que estaba enamorado, "desaparece
volando", tras violar muchas palabras y promesas. En cambio el que está
enamorado de un carácter que es bueno permanece firme a lo largo de toda su
vida.
Firme es tu carácter y tu mirada, color de miel, enarcada bajo unas cejas que
bien pudieran ser, los pórticos del monte Olimpo. Recta y fina, tu nariz como las
columnatas de los miadores de tu natal isla sobre el mar y carnosos tus labios,
como una fruta prohibida, dibujando curvas, manifestando por ella tu sabiduría.
Leonidas miró a Aristómenes, que asistía al espectáculo entre incrédulo y
ruborizado.
-Por eso, permite que te coronemos con estos pámpanos de vid, símbolo de la
sabiduría y la belleza, como el triunfador de la virtud, y el areté y soberano de
nuestros corazones.
Acto seguidos el poeta colocó los pámpanos de vid sobre su cabeza y los demás
aplaudieron muertos de risa. Siguiendo la costumbre, Aristómenes, debía ahora
responder aquellas palabras.
-Vuestra ceguera es mayor que vuestra elocuencia, pues ni soy tan bello ni
merezco otros regalos sobre mi sien, que las coronas de olivo reservados a los
campeones. Por esta causa, no oiré cantos de sirena, me debo solo a mi deporte
a mi familia y a Zeus. –
Respondió el cretense- . Después anunció que no participarían de la fiesta y que
se dirigiría pronto a dormir.
Así que Antíoco el atleta, el poeta Esepo y el joven Kleinómakos, viendo que no
lograrían su cometido se alejaron de la reunión, y poco después, se perdieron
bajo las sombras de la cercana arboleda sagrada del templo de Zeus, para que
sus siluetas se fundieran, mientras el resto de sus compañeros correteaban
detrás de las hetairas o se perdían hacia la ciudad baja, la única ciudad helena
donde se podían encontrar un día laborable a esas horas, todas las clases de
diversiones imaginadas.
Los cánticos matinales de los sacerdotes del cercano templo de Zeus, tras la

arboleda despertaron al campamento cuando la aurora acariciaba la tierra con

sus dedos rosados.

El luchador cretense decidió salir a entrenarse por las campiñas cercanas,

mientras contemplaba la salida del sol y los demás dormían. Al principio de la

suave carrera, notó frío sobre su piel desnuda, las pequeñas piedras del camino

le hacían daño en las plantas de los pies, pero conforme el sol se iba levantando

y sus músculos se iban calentando gracias al ejercicio, él se iba sintiendo cada

vez mejor, saludando de forma optimista a los otros hombres que realizaban los

mismos menesteres por el camino.

Corriendo campo a través en medio de la naturaleza, de las arboledas y las

plantas aromáticas, los rebaños de ovejas pastando en las explanadas, sintiendo

la esplendorosa vida restallando en cada rincón de su cuerpo, coincidió con su

principal adversario.

Encontró en medio del camino un carro atascado por las piedras y su dueño le

pidió que le ayudase, aunque no pudo. Necesitó la ayuda de otro corredor que

pasaba por allí para desatascarlo.

-Mi nombre es Glauco de Caristo. Le dijo sonriente.

-Ya he oído hablar de ti. Sin embargo, es probable que tu no sepas quien soy yo.

-Así es.-Dijo el campeón, que mientras se secaba el sudor de la frente, y sus fríos

ojos azules analizaban al recién llegado, por si pudiese poner en peligro su

reinado atlético.

-Aristómenes de Creta, me temo que somos adversarios. –La bien esculpida

anatomía de luchador de su adversario, en donde no cabía la improvisación, -y

sobre todo su mayor peso- no le hizo, sin embargo, desconfiar de sus

posibilidades.

El campeón le invitó a que corriese con él por aquellos prados hasta llegar al río.

A pesar de haber oído hablar toda su vida de aquella visión, nunca pudo

imaginar la belleza del paisaje, los bosques conteniendo a los templos de la

ciudad en la lejanía, brillando su mármol como una perla blanca en medio de

oscuridades umbrías, la multitud de árboles frutales, cipreses y olivos, las nubes

besando amorosamente las crestas de las rocas, como si el cielo y la tierra no

fuesen más que una enorme morada de Zeus.

-Haces bien en entrenarte tan temprano, este año me costará más trabajo

vencer.

Al cretense, aquella expresión de sinceridad le sorprendió gratamente, y miró al

campeón con rostro interrogante.

-No me preocupáis vosotros los jóvenes atletas, que hay muchos, y muy buenos.

Sino ese siniestro luchador Tracio, de quien dicen es un asesino sin piedad en el

pancracio.

-En el pancracio y fuera de él. Dijo el cretense.

-¿Le conoces?.

Aristómenes, no supo qué responder. Recordó, ante la visión de las ovejas

aquellos versos, “pastores del campo, triste oprobio, vientres tan solo. Sabemos

decir muchas mentiras con apariencia de verdades, y sabemos cuando

queremos, proclamar la verdad”.

A su mente llegaron, con inusitado vigor, el olor del fuego devorando los árboles

sembrados por su padre cuando él nació, -acabando con su casa, íntimas

estancias de su alma, muros y columnas de su infancia finamente decorados,

abriéndose hacia la eterna belleza del cristalino mar. Todo hoy en ruinas. Y

sobre todo, su anciano padre, implorando piedad ante aquellos inclementes

saqueadores sedientos de sangre. Su padre tendiéndole la mano, buscando sin

encontrarlo, el consuelo de su hijo, y al fin, empujado hacia los acantilados por

rencillas políticas del pasado. Por último, las naves de aquellos piratas huyendo

con sus riquezas por el vinoso mar, al atardecer.

-No le conozco lo suficiente-. Respondió. Sin embargo aquel otro hombre

demostró ser grande y no solo en físico cuando dijo.

-Seremos aliados contra él. –Estableceremos una estrategia de desgaste y le

venceremos-. Los contrincantes, estrecharon sus recios antebrazos, sellando un

inquebrantable pacto, mientras el sol empezaba a picar sobre los cuerpos

desnudos de los orgullosos atletas que corrían por la campiña, bajo la atenta

mirada de Zeus.

Se sentía orgulloso de haber llegado hasta allí, orgulloso de su cuerpo, de su

patria, de su isla y de su familia –por la que luchó hasta volver a sacarla

adelante- y no se sintió en absoluto un ser ajeno a aquella tierra, todo lo

contrario, y eso le hizo pensar que verdaderamente los dioses le serían

propicios.

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