Relatos breves, poemas y paridas varias

Sunday, October 02, 2005

Yahia y la sombra
I
El solitario Yahia caminaba por el sendero polvoriento al atardecer, tras un duro
día de trabajo vendiendo cestos de mimbre por los pueblos de alrededor cuando
se sintió sorprendido por la presencia en el firmamento, sobre el perfil de
Marsenah-Al-Zaitunah, y las lejanas sierras, de aquel astro resplandeciente
anunciado por los sabios de la escuela coránica de la madrassa.
Al principio se sintió intimidado por la súbita presencia del astro, por si pudiese
anunciar algún suceso grave, aunque pronto se impuso su sentido común de
viejo campesino andalusí.
En Qurtuba dijeron que era una señal de la gloria de Al Nasir, quien por
entonces extendía sus victorias por la marca del norte. Otros más prudentes
como él –que aún recordaba las calamidades de la guerra civil que hacía pocas
décadas había azotado aquellas tierras- se preguntaban si no sería una
señal de que todo lo que se eleva en el cielo acabará por descender, y lo que un
día se encendió será al fin apagado por el tiempo.
-Assalamu aleikum, murmuró ensimismado Yahia, ante tal pensamiento
esclarecedor y contempló cómo la luna nueva de Dulqada comenzaba a asomar
por entre los olivares mientras las murallas de la ciudad, las torre de la al-
kazaba, y la mezquita se teñían de rojo. A lo lejos se distinguían algunos
pastores, alrededor de unos rescoldos, bebiendo leche caliente y quizá
recordando viejas historias de su pasado beréber, cuentos del desierto llenos de
genios que pululan por los espacios inmensos.
Fue entonces cuando Yahia vio con claridad la sombra. Estaba allí en medio del
camino, a pocas leguas de la muralla delante de él, el viejo notó con seguridad
la súbita presencia de lo sobrenatural. La sombra se le acercó, le pareció
descubrir en ella algunos rasgos humanos y sintió que estaba observando el
fondo de su alma. Yahia cerró los ojos, esperando que al abrirlos, aquella visión
horrible hubiese desaparecido, pero cuando sus pupilas se abrieron de nuevo, la
sombra seguía allí.
El maduro hombre echó a correr como un chiquillo sin mirar atrás, recitando
de memoria una sura del libro sagrado que dice “ son éstos mensajes de la
escritura divina, llena de sabiduría, fuente de guía y misericordia para los que
hacen el bien, que son constantes en la oración y dan limosna, pues son esos,
precisamente, los que en su interior tienen certeza de la otra vida”.
Yahia estaba seguro de estar en paz con Allah, por eso no entendía qué quería
decirle aquella sombra siniestra –quizá un Djin, no lo sabía- aunque intuía que
nada bueno podía ser. Veloz como el vuelo de un Alcotán cruzó las huertas que
circundaban el pueblo y entró por la puerta de Istiyya.
Al cruzar el zoco sintió con más intensidad que nunca el olor del jengibre el
comino, cardamomo y cúrcuma, la hierbabuena, el tomillo y el laurel, las pasas
de moscatel y miel, mientras que los comerciantes desmontaban
presurosos sus tenderetes, y se oía con nitidez la melancólica llamada del
muecín anunciando la nocturna azalá de isha.
Yahia se dirigió inmediatamente a la mezquita pues su alma necesitaba
consuelo. Su pesar se diluyó en el patio en medio del rumor del agua
purificadora de la ablución. El sonido líquido y cristalino inundó el patio
entre la melodía de los bizmilla. En medio de la oración se alegró de ver
a las puertas de la mezquita a la vieja Shams vestida de su eterno color blanco y
acompañada de aquel joven sabio forastero, justo las dos personas a las que
necesitaba ver, de nuevo dio gracias a Allah.
-¡Al Hamdu li-llah, el Primero ¡Al Hamdu li-llah, no hay un después, si no es él,
que es el Siguiente. No hay antes, ni después, ni alto, ni bajo, ni cerca, ni lejos ni
cómo, ni qué, ni dónde, ni estado, ni sucesión de instantes, ni tiempo, ni
espacio, sin él!.
Shams, conocida como “um al fuqara” amiga de los pobres, lo escuchó con la
acostumbrada atención, pero se excusó, pues debía preparar un digno
recibimiento a los muyahiddum que al día siguiente cruzarían la ciudad. Sin
embargo le dejó en las manos de su amigo aquel joven forastero, al que Shams
llamaba abdal –maestro- o más pomposamente Ash – Shayj al-Akbar, el
maestro más grande de quien se decía que había visto a al-Jadir-.
Los dos hombres se dirigieron al hammam cercano a la puerta de Isbyliya, allí
cenaron frugalmente y charlaron plácidamente entre el suave vapor que
ascendía desde el fondo del baño, que terminó disolviendo todo anhelo y todo
recuerdo. Las imágenes de la memoria no eran ya nada. Como niños inocentes
chapoteaban con las manos abiertas. Ya no había palabras sino un rumor de
alberca milenaria amplificado por la bóveda de piedra del baño. Luego tomaron
té verde.

Abu Barkr Ibn Arabí, que así se llamaba el joven forastero venido de

Mursiya exclamó un rotundo -"¡Alhamdulillah Ibn Habib: -Alégrate, Yahia- y le
tranquilizó diciéndole que la aparición de la sombra era un buen augurio.
-No debes temer. Significa que algún antecesor desea comunicarte algo. Hoy ha
observado tu alma y quizá otro día se presente de nuevo para dar una respuesta
a lo que ha visto. Si esto ocurre, por favor, comunícamelo.

Yahia dio gracias al maestro por aquellos consejos tranquilizadores y ya en su

casa contó lo sucedido a su anciana mujer y se fue a dormir, pues había sido un

día duro.
El muecín llamaba a la azalá del mediodía desde el minarete de la mezquita,
mientras el sol entraba por las estrellas del techo de los baños, diluyéndose
entre el vapor de la estancia donde Ibn Arabí tomaba té.
-Assalamu aleikum. —dijo Yahia entrando en la estancia presurosamente—
¿Sabes ya la noticia?. He oído decir en el zoco que los muyahiddun están a
punto de llegar.
El sol penetraba en la estancia arrancando destellos dorados en la
bandeja y en los vasos. Abu Barkr Ibn Arabí retiró con mucho cuidado la ramita
de hierbabuena soplando en el té humeante y sorbiendo ruidosamente dijo:
—"¡Allahu Akbar!. Y los dos hombres se dirigieron hacia las azoteas del edificio
para ver llegar a los soldados.
Desde los balcones de la segunda planta podía disfrutarse de la visión del
jardín y, más allá, de las suaves ondulaciones del paisaje hacia el sur y de las
más agrestes montañas desde los miradores que se abrían hacia el norte. Por fin
en la azotea vieron una gran polvareda levantada por los cascos de los caballos.
Muchos curiosos contemplaban la escena desde la azotea, pero Yahia tenía la
mirada perdida en el horizonte. Ibn Arabí lo observó y le dijo:
-Supongo que no estás triste por la llegada de los muyahiddun.
-No, Sidi –señor- . Es la sombra lo que me preocupa. Esta mañana temprano
cuando salí a trabajar estaba en el mismo recodo del camino. Salió de la tierra y
esta vez me habló.
-¿Y que dijo?.
-Palabras que no entendí. Me dijo que sobre mis antepasados flota mi porvenir.
Y que cuando se ponga la mujer-sol, llegará el ocaso de la ciudad. Parece una
profecía.
En medio de la multitud de guerreros distinguieron el estandarte blanco de los
belicosos banu Maruan, el almorávide ondeando. El joven sabio de muralla
brillante no dejaba entrever alegría en su rostro.
-¿Amigos o enemigos?. Preguntó Ibn Arabí.
-Eso nunca se sabe. Depende de lo hambrientos que estén. Respondió Yahia.
-Tendré que consultar los libros de la madrassa. –dijo el sabio cambiando de
conversación-. Son demasiadas señales, el cometa, la sombra y ahora ésto.
Intenta enterarte dónde reposan tus antepasados.
-Mis antepasados están en la makbara, como el resto. El anciano Yahia estaba
asustado y no entendía porqué la sombra le había hablado precisamente a él,
viniendo a turbar la paz de sus postreros días.
-Asegúrate de ello. Y si no quieren que te tomen por un alucinado, no lo
cuentes a nadie. Tampoco a Shams, se lo diré yo. Cuando averigües lo que te
pedí ven a comunicármelo a la madrassa.
Cuando Yahia salía por la puerta de Qarmuna, vio a las tropas entrar a la
alcazaba, siendo recibidas por el alcaide de la fortaleza. Shams como la mujer
más notable de la ciudad presidía la ceremonia de bienvenida y bendición.
Los soldados, que venían de un largo viaje tenían el rostro reseco y algunos
habían sido cruzados por el frío del acero, dejando escalofriantes marcas.
Volvían a sus hogares, más allá de las columnas de Hércules, pero la necesidad
de comida y de agua, les hizo detenerse allí. Los habitantes de la ciudad
confiaron en sus palabras tranquilizadoras, pero algunos albergaban
ciertos recelos, al ver su aspecto demacrado.
Sin que el anciano supiese porqué, un escalofrío recorrió el cuerpo de Yahia
cuando Salim, el jefe de los banu Maruan le dijo a Shams, -bendita aquella
mujer santa cuyo nombre brilla como el sol, esperamos que su luz no tenga
ocaso-. De repente recordó las palabras que oyó a la sombra y apretó el paso.

Cuando llegó a la makbara, buscó los sepulcros de sus antepasados y sus vellos
se erizaron al comprobar que no estaban, alguien los había desenterrado. Muy
enojado fue a buscar al encargado de su vigilancia, y esté le confirmó que
durante la noche, varios sepulcros que tenían aspecto de ser más ricos, habían
sido profanados, en busca de algún tesoro, y que ahora un grupo de jóvenes
estaban buscándolos. Yahia, desconsolado, recorrió a pié todas las huertas de
los alrededores de la ciudad si encontrar nada y cuando ya se encontraba muy
agotado encontró una antigua huerta abandonada hacía siglos.
Allí vio los restos de una antigua noria, casi destruía, bajo la sombra de una
enorme higuera, así que se sentó en su sombra tratando de pensar. Vio la casa
derruida mostrando impúdicamente sus vigas quebradas y sus ladrillos
reventados.
Sin embargo más cerca, la huerta aún florecía sola, sin nadie que la cuidase,
había naranjales que nadie había labrado, con montones de frutas podridas
tiradas por el suelo, había también palmeras, muchos árboles frutales y toda
clase de flores. De repente aquel lugar empezó a hablarle, casi podía sentir
cómo le decía: lábrame, busca en mis entrañas.
Evidentemente había agua abundante aún. Buscando con la mirada, halló la
entrada de la noria. Se asomó y vio que dos grandes arcos apuntados sujetaban
la estructura que almacenaba agua, aunque no pudo ver nada porque no había
suficiente luz, aunque se dio cuenta de que si esperaba un poco, los rayos del sol
iluminarían el aljibe.
Y cuando esto sucedió contempló una caja de plomo al fondo del pozo, parecía
un ataúd, y sobre ella flotaba una gran bolsa de tela. Cuando, pudo acercársela
con un palo, la abrió y vio maravillado que estaba llena de monedas de oro y
entonces recordó la profecía de nuevo: -sobre tus antepasados flota tu
porvenir. Estaba claro que hartos de buscar lo que no encontraron, los
profanadores tiraron al agua el ataúd de plomo y con el golpe la bolsa de las
monedas salió a flote. Dio gracias a Alá de nuevo. -¡Al Hamdu li-llah, el
primero ¡Al Hamdu li-llah, no hay un después, si no es él....Poco después fue a
buscar ayuda y devolvió los restos de sus antepasados a su lugar. La primera
parte de la profecía se había cumplido, pero. ¿Y la segunda?. ¿Qué clase de
creyentes saqueaban tumbas?. De nuevo una sombra terrible cruzó su mente.
Una vez recuperados los restos de sus antepasados, se dirigió a la madrassa y
encontró a Ibn Arabí en la biblioteca, leyendo un libro, con cara de
preocupación.
-Ha llegado el final de una era. –Dijo el maestro súbitamente, levantando la
cabeza de sus escritos.
Al anochecer, los muyahiddum, consumaron su venganza contra la ciudad,
haciéndole pagar pasadas alianzas con sus enemigos. El amanecer reveló la
magnitud de la tragedia cuando el polvo de las tropas abandonando la ciudad
se elevaba hacia el infinito, mezclándose con el humo del fuego que la había
arrasado durante toda la noche, reduciéndola a escombros. Años más
tarde, esta violencia injustificada provocó una lucha intestina que fue
aprovechada por las tropas cristianas para conquistar Al-ándalus.

II
Malik contemplaba la puesta de sol sobre las murallas de Marchena desde el
cerro del cortijo de los olivos, sintiéndose en armonía con el mundo. El pueblo
presidido por sus murallas almohades, -en algunas zonas casi arruinadas-, era
tan pequeño en la lejanía, que se quedaba en nada comparado con las lejanas
montañas de las serranías gaditanas y malagueñas, que cruzaba todo el paisaje
como una espina dorsal de la tierra. Solo la blancura de las casas de los pueblos
que se esparcían por la campiña, en donde antaño estuvo la frontera del antiguo
reino nasrí de Granada, ponían una nota de blancura en medio de la oscuridad.
Salía la luna sobre los olivares, y las primeras luces de las farolas y los
automóviles por las carreteras comenzaban a brillar, sacando al hombre de
su ensimismamiento.
Aquellas luces y aquella ciudad bajo la montaña, hicieron recordar a Malik la
primera vez que vio las tierras de aquel país extranjero, hace pocos años.
Entonces el horizonte se bamboleaba como su destino, y así las luces de una
ciudad bajo una enorme montaña brillaban sobre el mar, al igual que la
esperanza brillaba en sus ojos, a pesar de aquel temporal de levante que quería
hundir para siempre la patera y sus sueños de justicia en las aguas del océano.
Sin embargo siempre supo que sobreviviría.
Mirar salir la luna era el único capricho que Malik se permitía como
recompensa al final de su dura jornada laboral como jornalero recolectando
aceitunas en las campiñas sevillanas, como bálsamo contra las miradas y los
murmullos de incomprensión hacia el extranjero.
Sin embargo, él no se sentía extranjero en aquella tierra. Por ejemplo, ahora
mientras caminaba hacia Marchena, rodeado de olivos, de antiguos aljibes, de
huertas, y a lo lejos aquella torre moruna y aquellas murallas, aquel aroma a
jazmín, aquellas palmeras, aquel paisaje casi desértico, se sentía como en casa.
Había algo en el aire que le resultaba familiar, una densidad reconocida, un
inconfundible aroma.
Cuando Malik llegó a su casa asustado y le dijo a su esposa Zineb que había
presenciado una sombra que en medio de la noche le había hablado, ella no se
sorprendió, pues había oído leyendas similares de sus antepasado y había leído
en los libros cosas parecidas.
Zineb levantó la vista del libro de cuentas del bazar que regentaba en Marchena
y preguntó a su marido qué le había dicho la sombra.
-Dijo que una nueva luz llenará nuestra casa. Pero también dijo que cuando la
intolerancia derribe las torres, comenzará una nueva era.
Los esposos se abrazaron mientras la música de tambores y trompetas llegaba
de la procesión que cruzaba la calle. Las placidez de los días invadió de nuevo la
casa de los jóvenes esposos. Aquella calurosa noche de verano, la luna llena
iluminaba los campos y los esposos salieron a pasear para tomar el fresco.
No había nada en la televisión y no les gustaba salir a tomar copas a los bares
donde todos bebían alcohol. Además, era una diversión más barata. Apoyados
sobre un olivo los esposos hicieron el amor apasionadamente, aquella noche
ella sintió algo distinto, por eso ella no se extrañó cuando un mes después el
médico le dijo que estaba embarazada. Zineb sonrió tímidamente, bajo el velo
que cubría su cabello cuando supo la noticia, llevaba semanas muy sensible y
lloraba sin aparente motivo. Ahora de nuevo las lágrimas surcaban sus ojos . El
médico fue el primero en felicitarle y le preguntó, -¿has pensado en algún
nombre?-. Un nombre llevaba meses rondando su cabeza y siempre pensó que
su primer hijo se llamaría así, Yahia: ese era el nombre tradicional de su
familia.
Camino a casa, notó que la gente la miraba aquella mañana más que de
costumbre. Paró en el escaparate de una tienda de muebles y electrodomésticos
y miró el precio de una cuna de madera, ¡170 euros!, qué barbaridad. Pediría a
su padre carpintero que le enviase una cuna hecha por él mismo desde su
Assilah natal. Miró una televisión que había en el escaparate y atónita
contempló como un avión atravesaba una torre y la hendía como el cuchillo a la
mantequilla.
Entonces supo que comenzaba una nueva era.

0 Comments:

Post a Comment

<< Home