Albar, entre mujeres
Fátima no podía creer lo que le estaba ocurriendo, aunque apenas podía pensar
ahora. Aquel hombre resultaba absolutamente inalcanzable incluso para una
aprendiz de mujer fatal como ella, hace apenas dos meses. Entonces se limitaba
a sonreírle sugerentemente cuando se lo encontraba recogiendo a sus dos hijos
en la puerta del colegio, donde ella se hacía la encontradiza después de estar
horas retocando su maquillaje y su ropa ante el espejo, seleccionando el atuendo
cuidadosamente para cada momento y cada lugar.
Su peor momento de cada semana era cuando se encontraba con su sonrisa
de Jhon Wayne y sus andares de chulo, camino de algún bar, con su estupenda
esposa rubia colgada del brazo y sus dos pequeños revoloteando alrededor.
Sin embargo y a pesar de aquella escena Fátima sabía que mas tarde o más
temprano Albar sería suyo.
Sus momentos de gloria sin embargo se sucedían entre polvorientos
neumáticos, y grasientas herramientas. Entonces ella se ponía su mejor traje, -el
rojo-, muy por encima de las rodillas, rompía los manguitos de la batería y se
dirigía al taller donde trabajaba Albar, donde el mecánico y sus compañeros la
recibían con alegría y miradas de deseo. En un primer momento ella lo
encandiló y jugó con el deseo como una niña que juega con su muñeco, pero
cuando él creyó que había llegado demasiado lejos recogió las bridas y se negó a
seguir jugando a aquel juego que podía traerle algún dolor de cabeza o algo
mucho más serio.
Por eso, ella consideraba un triunfo en toda regla aquel momento. El vértigo que
sentía en su interior era solo comparable al que le producían sus carnosos labios
que abrían aquel anguloso y compacto rostro hacia las profundidades de su
alma. Sus fríos y calculadores ojos verdes con un punto de agua, -bajo el arco
rebajado de sus cejas- eran el contrapunto de ternura de aquella reafirmación
de su carácter que era el muro infranqueable de su proporcionada nariz que se
estremecía ahora al contacto de su lengua.
El rostro de Albar quedaba enmarcado por los pámpanos de vid que hacían
juego con su clámide griega, disfraz que él había accedido a ponerse ante la
insistencia de ella, que quería hacer de este momento, algo único.
A Fátima las manos de Albar le resultaron todo lo fuertes que ella había
imaginado, cuando las yemas de sus dedos tocaban en su espalda era como si
de repente ella fuese consciente por primera vez de cada poro de su piel.
De repente el rostro del terror se dibujó en la cara de Albar y un escalofrío de
terror recorrió toda la espina dorsal de Fátima. Como cada noche, justo a las
tres en punto de la madrugada el picaporte de la puerta del dormitorio
comenzó a girar lentamente sobre sí mismo, sin que aparentemente nadie
ejerciese ninguna presión sobre él, poco a poco la puerta del dormitorio se
abrió invitándoles a salir hacia el pasillo vacío y finalmente se cerró
inesperadamente, con un estruendo que se mezcló con el grito de Fátima.
Rápidamente, Albar identificó en su mente a su ex mujer como posible fuente
de aquellos sucesos extraños ante las insistentes preguntas de Fátima. No
pudieron seguir esa noche y decidieron verse quizá otro día en otro lugar.
El médium que pocos días después revisó la casa confirmó que ese y otros
sucesos extraños que se sucedían en la casa parecían tener un mismo origen:
una mujer rubia que parecía muy interesada en no dejarlo vivir en paz.
Los dos amantes pudieron finalmente consumar su amor en un automóvil
a las afueras de la población, en el llamado camino de los amantes adolescentes,
bajo la atenta mirada de lechuzas refugiadas en olivares. Tras la furia del amor,
Albar se derrumbó y a Fátima no le quedó más remedio que consolarlo y oír las
terribles historias que sobre su exmujer él contaba, haciendo hincapié en
detalles escabrosos sobre la aparente crueldad sin límites de ella que, a tenor de
lo que le contaba hacía que su vida fuese un calvario.
Ella vivió en una nube los primeros meses de su relación con Albar hasta que él
comenzó a mostrarse desinteresado y ella lo achacó a los problemas de su
matrimonio. Sin embargo Ricardo –quien siempre la amó en secreto y sentía
envidia de verla en manos de otro- acabó de echar un jarro de agua fría sobre
su relación oculta.
Quedaron en verse un sábado por la noche y cuando ya habían bebido la
suficiente cerveza, Ricardo se vengó contándole la historia de que su amante
era un violento maltratador que había destrozado el piso conyugal, que la
Guardia Civil le seguía los pasos porque tenía una orden de alejamiento y que su
mujer, que había iniciado los trámites de separación, temía por su vida.
Al principio Fátima le disculpó, buscó en su mente toda clase de excusas
y explicaciones, les dijo a todos que ocurría al contrario, que era ella la que le
estaba haciendo la vida imposible, que su amante sería incapaz de hacer algo así
que tenía que tratarse de un malentendido. Puso tanto énfasis en defenderlo,
como ansia en interrogarlo intentando buscar la verdad en algún gesto, en
algún rictus de sus labios, que desde luego no aparecían crueles.
El le dijo que aquella historia se la había inventado su exmujer para hacerle
daño y había sido alimentada por toda su familia.
Sin embargo ella no supo qué creer, simplemente dejó que pasase el tiempo y se
alejó cada vez más de él porque había sentido miedo, -sentía miedo
constantemente cuando estaba a solas con él, pero no lo había sabido hasta
entonces, pues el deseo era más fuerte- refugiándose en Ricardo.
-¿Dónde están los hombres?. Se preguntaba Fátima ante sus amigas,
treintañeras.
-Verdad, -le respondían-, el que no es gay es un maltratador, o un inmaduro, o
está colgado. Le respondían.
Aunque Fátima decidió alejarse de Albar, en el fondo tenía dudas sobre él. Sin
embargo, de pronto, aquellas dudas desaparecieron. Caminaba por una calle
cuando las luces de una ambulancia llamaron su atención. Justo cuando estaba
a la altura del vehículo de emergencias, salieron dos policías locales abriendo
paso entre los curiosos, para que pudiese pasar el personal sanitario que
transportaba una camilla, en donde una mujer rubia yacía con los ojos
morados y la cabeza vendada, mientras sacaba el brazo de la camilla y daba la
mano a un niño de seis años, y esté a su vez daba la mano a su hermano, en una
cadena indestructible.
Fátima creyó que por un segundo, la mujer de la camilla la había mirado
y le había hecho algún gesto, pero luego cayó en la cuenta de que se trataba de
algo imposible. Nunca más volvió a ver a Albar.
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