Relatos breves, poemas y paridas varias

Tuesday, September 13, 2005

Olvido


- Ave María Purísima.- Sin pecado concebida.
Crujieron las tablas del reclinatorio. Don Francisco atravesó con la mirada los resquicios de la
celosía, y descubró al otro lado a una mujer joven, de ojos enérgicos.
-¿Y bien? -preguntó el sacerdote.- ¿No vas a hablarme de tus pecados, hija mía?.
-No, padre. Quería hablarle de los pecados de otros. No me considero perfecta, puede que incluso sea mala, pero fueron los pecados de un hombre los que me hicieron así.
-Hija mía...Si crees que vas a sentirte mejor...yo te daré los consejos.
La mujer tragó saliva.-Pues, es que...siento que un hombre me ha robado, no ahora, hace ya mucho.

-¿Un robo?. Me temo que eso se escapa de la justicia divina. Pero dime, ¿qué te robaron?.

-Cosas pequeñas, padre, pero importantes, usted sabe, de esas que no pueden verse y que, sin
embargo, son las cosas más importantes. Cosas como una infancia feliz, los cuentos que le susurran a una por las noches. Me dejó una silla vacía, y vacío también el cojín blanco que hay en la cama de mi madre. ¿Entiende a lo que me refiero?. Las manos del sacerdote acariciaron el libro de oraciones.

No, hija mía. ¿Qué es eso del cojín...?

-En la cama de matrimonio de mi casa, hay un cojín con la S bordada de mi madre, padre. Junto a él debiera haber otro cojín, con otra inicial bordada. Pero sólo hay un cojín blanco, sin bordar. En fin, ya me entiende, padre. Me robaron, las sensaciones, los momentos más importantes de mi vida de mi infancia. Y la verdad es que mi corazón no alberga ya rencor hacia aquel hombre, padre, al que apenas conozco, pero que con su ausencia marcó un vacío en mi vida. Y usted se preguntará, que motivo hay para que yo le cuente esto hoy, padre. La respuesta es que hoy me pregunto si el habrá pagada su culpa, si existe la justicia de Dios, -si existe- o de los hombres. Pero ya le digo que hace tiempo que no siento nada hacia ese hombre, solo indeferencia, vivir con odio me hace enfermar, por eso no tuve mas remedio que perdonarle. Mi madre, por ejemplo, le perdonó. Le quiere -murmuró, y luego, sacudiéndose la cabeza, rectificó- Le quería. Mi madre ha muerto.

El sacerdote se sobresaltó. Intentó balbucear una pregunta, pero ella ya se le había adelantado.
Murió, hace cosa de dos meses. Habló conmigo de él. Siempre hablábamos de él...El poco tiempo
que le dejaba libre el trabajo. Aún habló de él con dulzura la última vez; en su lecho de muerte.

Veintidós años después le seguía queriendo. ¿Usted lo ve normal, padre?. Querer a aquel hombre que le robó tantas cosas, que nos robó tantas cosas. Y sin embargo ella, que me puso el
nombre de Olvido, probablemente porque sin olvido no hay consuelo ni paz, le seguía queriendo.
El sacerdote sacó de su bolsillo un pañuelo y se lo entregó a Olvido, para engujar sus lágrimas.

-Aun quería a un hombre que no dejó ni siquiera el papel de su paradero; que se marchó una noche sin despedirse, que sólo pidió, algún tiempo después y por carta, un mechón de pelo como recuerdo de su hija. Que en sus cartas sólo hablaba de dinero, siempre dinero. Un dinero que mi madre nunca aceptó.
-¿ Me entiende?. Preguntó la mucha al sacerdote entre lágrimas cuyos ojos continuaban pendientes de aquel rostro de mujer, a través de la celosía. El sacerdote se enjugó también las lágrimas y sacó fuerzas de flaqueza antes de preguntar. - ¿Y tú le quieres? ¿Tú quieres a ese hombre?.
No. Dejé de quererle hace tiempo, comencé a odiarle desde niña, cuando no estuvo a mi lado en
cada uno de los miles de instantes importantes de mi vida.

El sacerdote abrió el libro, y echó una ojeada dentro, como buscando algo pero sólo
hayó letras menudas.
-Por todo eso no creo en Dios, padre; ni creo que usted pueda juzgarme, absolverme o reprenderme.
-¿Entonces no quieres que rece tampoco por ti, hija mía?.
-No, padre. Rece mejor por él, lo necesita más.

Lola
Amanecía lloviendo en los tiempos antiguos y el día gris se desplomaba sobre los espíritus que
poco a poco se sentían como aplastados contra el suelo. Lentamente las gotas de agua resbalaban eternas por el envés de las horas hasta que caía la noche.

El superviviente Lucas Hidalgo llegó una mañana al campo con el lucero matagañanes aún en el
firmamento -nadie supo nunca de qué desierto- desbrozó el terreno y clavó en el suelo una fila de estacas.
Luego, fue a cortar más palos para el esqueleto y los puso armando el tejado, apoyándose en la viga maestra o cumbre. Para el cuerpo amarró cañas que sujetarían las varetas y añadió pasto seco cosido a modo de cobertura. Lo embadurnó todo de barro y le puso una camisa de cal.

Cavó con sus propias manos de huérfano y jornalero adolescente, el pozo, morada del agua, y de allí brotó con generosidad el líquido elemento. El fuego tuvo también su hogar cuando construyó el horno de pan. La cocina, -que poco tiempo después olería a campo, trigo, arrope, pan recién hecho, matalaúva, canela en rama, manteca de cerdo -se erigió unas decena de metros mas allá, para evitar incendios.
Era la casa de los tiempos antiguos, que fue estrenada con ocasión de una boda sin largos noviazgos ni grandes ceremonias, más por necesidad que por amor o convencimiento de los contrayentes.
Cuando Lucas Hidalgo se casó con Lola Humanes, tuvo plena conciencia de que no solo había
logrado sobrevivir, sino de que se había hecho a sí mismo y se sintió orgulloso.
En el campo se vivía bien. Se criaban toda clase de frutas, verduras y hortalizas, cerdos, pollos o
pavos. En la ciudad, la gente moría de hambre. Su casa en la calle Purgatorio estaba en ruinas, sin embargo aquí Lucas era feliz sembrando en tierra de otros, ganando una parte de su fruto y
viviendo en una acogedora choza hecha con sus manos, no como aquellos grandes cortijos de los
amos, con su inconsolable llanto de molienda y su voz ahogada en aceite solo interrumpida por
los bandoleros, los únicos que rompieron aquel aire de paz señorial agujereando el orgullo de las
caciquiles veletas.

-Agua y viento que estoy de por tiempo- decía Lucas y los amos les respondían -Viento y agua, que no te faltará qué hagas. Cuando estaba en el trabajo, el joven recién casado contaba el tiempo que le quedaba para terminar la jornada mirando un reloj de bolsillo, regalo de boda de su esposa, que tenía dentro de la caja una foto de ella y por fuera llevaba grabado su nombre, Lola, -l,o,l, a- letras él acariciaba en la superficie de plata repujada del reloj, como si acariciase los muslos de su amada.

No había más que meterse en lo caliente de las camas rellenas de paja y alegrarse de estar vivo,
aunque al día siguiente siguiera lloviendo sobre sus sueños.
Lucas se encamaba con Lola, mecánicamente, escuchando el rumor de las sábanas de organdí, y
afuera la lluvia, el croar de las ranas eternas, y el canto de la abubilla- muerto por el trabajo- y con el run run en la mente de que le faltaba tener un hijo a quien dejar las tierras que poco a poco pensaba adquirir para cumplir su destino, hacer su vida, cerrar el círculo.

Cada día sentían estar solos ante campos dormidos en el suave adormecer rojo de la tarde por
cañadas, veredas y trochas y después se vaciaban el uno en el otro -en la misma cama donde
nacerían y morirían varias generaciones-.
Soñaban que un día en la calle se cruzaban con el primer forastero que llegaba a aquellas tierras,
andando como mecido por corrientes y olía a esponja y corales, le decían buenos días y él
respondía cortésmente buenos días, con un tono agudo de chillido extraño.
Los campos ya no tragaban más agua y surgían pequeños riachuelos. Cuando ya no había mas agua en el cielo caía barro o ranas.

Bajo las encinas de las dehesas los tejones buscaban el calor de la tierra excavando sus galerías
mientras las corrientes se adentraban por las tierras mas bajas y se reunían con otras que se
arrastraban arrancando limo, besando rocas y desembocaban en el río que normalmente era una corriente de tolerancia y belleza, llevando vida a todas las cosas vivas, correteando inocente entre alegres huertas y grises olivares y que ahora es un intransigente de hinchadas barbas y mirada funesta, que crecía y crecía hasta inundar todo de su intolerancia, derribando a sus hijos los olmos, las saucedas, y los tarajales, los refugios de los eremitas, levantados a gopes de mansedumbre y entonces, el río se convertía en mar, se hacía navegable.

Los barcos podían llegar entonces a las marismas desde la cercana costa. Se aprovechaba la ocasión del negocio para instalar junto al rancho Metro un pequeño puerto mercante. Un puerto triste y destartalado en medio de los olivares, con su cantina y su embarcadero.
Pequeños veleros de exploración avisaban de que existía un río nuevo y una aldea que no figuraba en los mapas. -Cómo es posible- se preguntaban y ordenaban ampliar sus redes de comercio.
Enviaban a sus agentes más audaces, que no tardaban demasiado en traernos espejos y telas
finas y elegantes. Eran los hijos de la gran lluvia, de piel pálida como por efecto del agua. No nos
fiabamos de aquellos duendes ni les hacíamos demasiado caso, pero mientras más obstáculos, más obstinados. Amanecían una en la taberna con aquellos trajes sencillos de pana y pedían un anís seco.
Escupían sobre el serrín del suelo. Rondaban a nuestras mocitas, imitaban nuestras maneras, aprendían los cantes de trilla de la era está en calma y el trigo en casa y ahora dice la niña que no se casa,¡ yeeegua, ay la yegua!.

Cuando habían logrado su primer propósito pretendían convencernos de que ya formábamos
parte del norte, como si tuviésemos interés ninguno en estar al norte, si nuestro corazón era una brújula orientada al sur.

Y cuando parecía que el mundo se iba a detener de tan lenta rutina llegó un día Lola Humanes a
contarle a su marido que el médico le había asegurado que una nueva vida estaba
creciendo en su interior, y en ese momento Lucas se supo creador, prolífico y grande, como un
campo recién arado, justo en el momento en que una inhumana furia imparable estaba
recorriendo aquella paz de cielos, campos y vida verdadera sin la angustia dolorasa del pequeño
fracaso cotidiano. Al principio no supieron muy bien de qué se trataba pues en los tiempos antiguos las noticias eran lejanos ecos. La verdadera noticia era que estaba atardeciendo, que el cielo se llenaba de estelas rojas de sangre. Las novedades eran apenas leyendas susurradas por el viento, como semillas.

Comprendieron súbitamente, cuando una mala tarde llegaron a la puerta de la choza de Lucas tres jinetes buscando a alguien. Armaban mucho ruido, los niños se escondían, los perros ladraban como cañones. Señora, sujete usted a esos perros o le pegamos un tiro. Lola tuvo coraje para tomar las reindas de los caballos y apartarlos -casi nos pisotean- dijo ella. Comprobaron que allí no estaba lo que buscaban. Poco días después Lola, de tez pálida y trajes eternamente negros iba a por agua a un pozo cercano, sujetando con una mano las riendas del mulo que soportaba el peso de grandes cántaras y con la otra el pequeño universo que crecía en su interior. De repente las bestias se pararon en seco, se negaban a seguir avanzando, no había forma humana de hacerlos andar.

Entonces ella cogió uno de los cántaros y fue andando hasta el pozo y no vió el reflejo de
su cara en el agua, tal y como esperaba, sino una cara blanca y azul, unos ojos que miraban a través de la carne y las piedras y un cuerpo deformado. Allí estaba, muerto, el hombre que andaban buscando los jinetes. Blanca parió poco después un feto que nació muerto.

Las cosas fueron cambiando paulatinamente. La sinrazón se fue apoderando lentamente del aire
hasta viciarlo. Pequeños hechos iban anticipando grandes dramas. Alguien intentó prender fuego a una iglesia los campos se llenaron por vez primera de estruendos color plomo y alas anchas y todos se escondieron debajo de los pinos.

Una mañana, mientras aplicábamos planchas calientes a los costados de los cerdos para curarles la pulmonía, llegó un señor vestido de negro con una gorra y una saca de cuero, de la que sacó un papel con un sello, en el que se ordenaba a Lucas que fuese a defender un polvorín. Lo vieron partir por un camino entre olivares con una maleta de madera bajo el brazo, con su cuerpo hermoso de atleta, de niño grande y su sonrisa luminosa, sencilla y fresca, sus ojos transparentes, como una fuente y Lola se quedó sola en medio de la nada.


Ella pudo sobrevivir gracias a los libros, creando el milagro de las letras entre ortigas y cerdos, entre pólvora y llanto. Con ellos fue reconstruyéndose con una arquitectura silenciosa, secreta y dura, letras como anhelada lluvia, clorofila negra, que iba calando el suelo, neuronal y somnoliento.

Lola y Lucas crearon un cordón umbilical negro sobre fondo blanco, puente indestructible de
palabras y cartas a prueba de bombas. Ella le escribía versos y luego los releían. Te me escapas, te me enredas entre los dedos, te confundo, corro detras de ti, te echo de menos. Sin embargo te
espero. Tal vez escapas de ti mismo, porque no quieres que te encuentre, porque no quieres
encontrarte. Lucas no sabía leer, pero eso a ella le daba igual.
De repente apareció un niño de seis años en medio del barro, miró suplicante a Lola y ella supo que habían matado a sus padres, que no tenía más familia y que necesitaba ayuda. -¿Como te llamas?.
Ulises, respondió. Con el tiempo se estableció entre ellos una relación parecida a la de una madre y un hijo. Una mañana Lola despertó al niño antes de salir el sol y cuando hubo terminado de vestirlo y lavarlo le dijo, hoy vamos a hacer un viaje para ver a Lucas.

A la puerta de la casa llegó un carro, con un lento traqueteo, como si no fuese a ninguna parte. La madre parloteó tímidamente con el carretero hasta que los dejó en la lejana estación de tren, sin
demasiado interés, como si fueran un equipaje. Lola miraba la lluvia detrá de los cristales empañados del tren, mientras acariciaba la cabeza de Ulises. Los olivares pasaban muy rápido, la vía iba paralela a una carretera por donde pasaba un convoy militar. A lo lejos, la sierra es una masa gris azulada que perdía consistencia conforme el aire se iba adensando.

Lucas intentó por todos los medios disuadir a Lola de que no fuese a verle. La tensión entre los
bandos era insostenible, se temía que el más mínimo roce pudiese desencadenar una matanza
estúpida. Ella sentía que tenía que verlo urgentemente. Temía perderlo en medio de la guerra o en brazos de otra.
Al bajar del tren, un militar un militar entregó a Lola, una nota firmada por Lucas, lo leyó y en su rostro se dibujó el terror. Sólo tuvo tiempo de oir, no se asuste, sólo tiene que dirigirse a la dirección que está escrita en el papel, no le pasará nada si se dirije allí. Blanca sintió un escalofrío de terror, cogió en brazos a Ulises y el niño sintió que ella estaba aterrada. Iban curzando una calle estrecha cuando se oyó un disparo, e inmediatamente puertas y ventanas se cerraron casi al unísono en un gesto mecánico, sincronizado y amenazador.

Un niño jugaba en el suelo con un montón de arena. De una casa salió su madre. Lo cogió de forma violenta lo zarandeó y lo condujo al interior a toda prisa. Al cerrar la puerta vió a Ulises y Lola y los miró como si ya no se pudiese hacer nada por salvarlos. Ella miró una vez más el papel con la dirección. Caminó las calles desiertas buscando a alguien, pero no había nadie.
Una fila de soldados les prohibió el acceso a una plaza que necesitaban cruzar para llegar al lugar
apuntado en el papel y Lola lloró por vez primera, bajo la atenta mirada de Ulises, justo cuando
comenzaron a oirse gritos que salían de la iglesia. En la plazuela estaba congregada una multitud de rehenes refugiados en el templo. La plaza estaba rodeada de grandes balcones, donde se apostaban soldados y tiradores que apuntaban hacia la multitud. Desde el templo unos hombres conducían e insultaban a un cura con un ronzal al cuello calle abajo, hacia una callejuela sin salida.
Fue la primera vez que Ulises vio a aquella misteriosa dama vestida de blanco que caminaba por una calle cercana y vacía sin poner apenas los pies en el suelo, fue ella la que dijo -¡Ulises corre,
corre, corre!, y él soltó la mano de Lola y corrió en dirección adonde la dama blanca le señalaba.
Lola y comenzó a correr para darle alcance y perderse por una calle, lejos, muy lejos hacia otra
plaza donde no había nadie,eso les salvó la vida. En repesalia por la muerte del sacerdote, el
otro bando comenzó a disparar contra la multitud y eso encendió una espiral de violencia, sangre y fuego que duró varios días.

Lola corría calle abajo hasta que por fin pudo dar alcance al niño, justo frente a la puerta en la que la otra madre había recogido al niño que jugaba en la arena. Tras los disparos, se hizo un silencio sepulcral, una leve pausa que anunciaba el gran desastre, y Lola oyó muy cerca el ruido del cerrojo de una puerta que se abría. Salió aquella madre e invitó a Lola y Ulises a que entrasen para resguardarse antes de que comenzara la gran carnicería. Ella no lo dudó y entraron, la puerta detrás de sí con un enorme cerrojo. Curiosamente, y sin saberlo estaban en la casa cuya dirección estaba apuntada en el papel que le dieron al bajar del tren. Lola se quedó mucho más tranquila al saber que aquella mujer era amiga de su marido. Al conocer el desastre que se avecinaba y la llegada de Lola al pueblo, Lucas le mostró a la dueña de la casa una foto de ella y sabía que debía llegar.

Ahora las dos mujeres rezaban para que sus maridos saliesen ilesos de la batalla, que duró
varios días en los que no cesaron de oirse disparos y ráfagas atronadoras. Aquella mujer hablaa muy poco y Lola se sintió abandonada a su suerte. Durante la noche extrañas luces iluminaban la oscuridad y un silencio sepulcral se apoderaba del pueblo. Perdieron la cuenta de cuántos días
estuvieron allí encerrados dentro de aquella casa. Cuando todo hubo pasado las dos mujeres
quitaron las trancas y abrieron las puertas de la casa, olieron un aroma extraño, familiar y dulce y descubrieron sobre los adoquines destellos de brillo intenso que al acercarse reconocieron como sangre. Comenzó a llover y el agua de lluvia mezclada con sangre que corría calle abajo era el único sonido perceptible aquella mañana.


Pasaron varios días más hasta que la situación se normalizó, uno de los dos bandos había sido
aniquilado, sin embargo su hombre no aparecía por ningún lado así que Lola había decidido
salir a buscarlo, caminaba con el niño por las calles intentando buscar a Lucas en aquelo pueblo
desconocido, le enseñaba una foto rota a la gente y le ofrecía billetes por darle alguna pista sobre su paradero, pero nadie sabía nada en medio de aquel caos de funerales y llantos en aquel pueblo de locos. Una semana más tarde abandonó toda esperanza de encontrar con vida a su marido así que despidió de la mujer que le había ayudado a salvar la vida y se dirigó a la estación de tren, de vuelta a casa.

Compró los billetes y cruzó el andén de la estación llena de soldados anónimos y de aspecto
demacrado, de familias que se reencontraban llorando y de mujeres vestidas de negro, con niños pequeños que tenían en sus manos fotos de soldados desaparecidos y billetes para escapar de aquel lugar. Lola se subió al tren lentamente, como demorándose adrede, como si allí se quedase para siempre algo suyo, como si algo le uniera a él. No dejaba de mirar atrás, como si buscara algo, o alguien con la mirada. Sin embargo, cuando Ulises, le preguntó, qué buscas, ella respondió: nada. Sin embargo, mientras buscaban asiento en el interior del tren, ella
buscaba lago en las caras de cada uno de los soldados, sin embargo el tiempo inexorable, no parecía detenerse, todo lo contrario.

Cuando, el jefe de estación dió con su silbato la orden de salida, aquel silbido, fue como el del agua que hirviendo bulle en el interior de un recipiente sobre el fuego que busca el mas minimo resquicio para salir al exterior. El primer giro seco de las ruedas del tren movidas por la máquina de vapor, fue como un golpe en el corazón de Lola, que miró por ultima
vez al anden, esperando encontrar rostros anónimos, como había sucedido antes. Esta vez
vió un hombre joven, en el que no había reparado anteriormente, estaba sentado en el suelo, tenía los ojos vendados y charlaba con otros soldados.

Lola creyó encontrar un gesto familiar, y se aferró locamente, ciegamente a su última esperanza, avisó a Ulises, cogió de nuevo su equipaje y bajaron de un tren que lentamente inició su marcha para luego perderse en el horizonte, mientras que Lola miraba a aquel hombre más cerca y con más detenimiento, para comprobar que no era lo que ella esperaba, era más viejo y moreno que su marido.

Se dió la vuelta y contempló los raíles vacíos, el tren ya se había ido, de repente se dió cuenta de que no tenía dinero para comprar otro billete así que tendría que pedir, solo de pensarlo se le nubló la vista y sintió una leve sensación de mareo y creyó que se iba a caer en medio de las vías, justo cuando se acercaba un nuevo vehículo, le salvó la mano de Ulises que se aferraba a ella con toda su fuerza, cuando lo miró sonreía dándole ánimos y pudo ver que el soldado de los ojos vendados sacaba del bolsillo de su chaqueta unos cigarrillos y un plateado reloj de bolsillo con un retrato de mujer dentro y un nombre de mujer grababado en su lomo, que él acariciaba como si estuviese acariciando los musmos de aquella mujer.

Abendé

Más allá, mucho más allá, donde ninguno de nosotros ha ido jamás, la luna llena coronaba aquella noche las interminables extensiones secretas de la selva, las inaccesibles regiones de la paz, donde no hay reyes, ni tiranos y los dioses se confunden con los árboles y quizá aún existan animales desconocidos. Allí, en el antiguo corazón del planeta, su latido se mezclaba a lo lejos con tambores rituales que anunciaban que algo extraordinario acababa de ocurrir. Como la piel del tambor se tensa y luego vibra nerviosa ante el golpe rítmico e incesante, así se sentían aquella noche los Baká que bailaban ritualmetne alrededor del fuego, para que el alma del cazador recién atacado por una pantera, -a cusa de algun extraño maleficio- se sintiera justamente honrada y pudiese emprender el viaje hacia el lugar donde viven los espíritus.

-Babá, los mayores no tenéis miedo. Dijo un adolescente a Abendé, jefe de la tribu, el más
anciano y el mejor cazador, que gracias a sus conocimientos de la naturaleza, lograba imitar a la
perfección los sonidos de numerosos animales. El jefe le respondió con un abrazo y un consejo.
-El miedo es bueno, porque a veces nos mantiene con vida.

Alrededor del fuego, los familiares del muerto, con la cara pintada de blanco, lanzaban súplicas y
loas al difunto, gritos que eran respondidos a coro por el resto de la tribu. Poco después el jefe de la tribu se reunió con le resto de los mayores y cazadores del grupo y expresó su preocuapción por lo que estaba sucediendo.

Abendé, de una edad indefinida pero avanzada, tenía el semblante preocupado, su menudos, pero fuertes brazos se movían nerviosamente acompañando a sus palabras, mientras de vez en cuando temblaza tímidamente el tocado de palmas que en la cabeza, le confería su autoridad como jefe.
-Los espíritus malignos nos envían desgracias. Decía uno. Todos se conocían desde niños y sabían lo que quería decir aquella expresión preocupada en torno al círculo de notables sentados en el suelo sobre sus faldas de palma, al pié del árbol mas grande, que abría sus copas hacia el infinito, por encima de los helechos, las orquideas y las bromelias.
-Y no podemos oir a Ubangui ni comunicarnos con nuestros antepasados. Estamos solos. Dijo otro, mas joven y asustado.
-Se trata de alguna maldición, asintió Abendé y se mantuvo luego pensativo y en un silencio
quebrado solo por los tambores y el latido de su corazón. El jefe preguntó entonces si alguno
había molestado a algún espíritu de la oscuridad.
-Lo sabríamos, eso siempre se sabe. Le respondieron.
Entonces Abendé propuso la decisión que todos esperaban y que el viejo y respetado jefe siempre adoptaba cuando se trataba de un asunto especialmente grave: irían a la aldea de su hermano Abessé, donde vivía la otra mitad del grupo, a dos días de distancia hacia el norte, para preguntarle si ellos estaban sintiendo lo mismo. Decidieron separarse hace años para tener menos problemas con la caza. De esa forma los baká siempre iban donde querían, sin ser molestados por negros o blancos.

A la mañana siguiente un grupo de diez cazadores y el jefe salieron en busca de Abessé, pero antes recibieron la bendición de Emelé, la mujer que habla con las plantas, que los bendijo, los pintó con la sangre del árbol rojo y entonó un suave canto para que las fieras se adormecieran a su paso, invocando a los espíritus del bosque. En la despedida Abendé y Emelé partieron una hoja y la guardaron para recordarse mutuamente y los hombres corrieron hacia lo más profundo del bosque.
El grupo cruzó la selva como una exalación, siguiendo el curso del río y al anochecer alzcanzaron
un claro, donde los exploradores cortaron ramas para hacer unas cabañas con las que mantenerse al abrigo de la noche e hicieron fuego con el tizón que transportaban como el mas preciado tesoro, para alimentarse y mantenerse al resguardo de la fieras.

Mientras buscaban caza vieron una de aquellas chozas -un elig- de los comehombres, brujos bantúes que hacían ceremonias malignas con rituales en los que se suponía que ingerían carne de otros hombres para hacerse mas fuertes o más inteligentes. Abendé comprobó que aquella choza había sido usada recienteme para sacrificios rituales, a pesar de que suponían hacía tiempo se habían marchado.
-No toquéis nada, sus espíitus malignos pueden estar aun aquí. Dijo Abendé. Traed el fuego,
debemos quemarlo todo.
El grupo hizo un círculo en torno a la choza maldita y le predieron fuego mientras el jefe
pronunciaba las palabras rituales.
-Maldad. Aquí han comido carne de hombre. Llamamos a nuestros espíritus amigos para que luchen contra los que comen hombres. El fuego lo limpiará todo. Salieron corriendo de nuevo con la intención de no parar en toda la noche, pero el cansancio les pudo, y se sentaron a descansar,
contemplando la luna, mientras se calentaban alrededor del fuego. Estridentes gritos de los
animales se multiplicaban alrededor, inundando hasta el último rincón de la selva.
-La noche suena diferente. Dijo Abendé.
-Los animales tienen miedo. Algo les pasa. Le respondió un cazador.
Llegaron al poblado de Abessé casi al amanecer, muy alterados, despertaron a la familia de su
hermano hablando nerviosamente de forma que casi no se les entendía. Abessé mucho más
tranquilo les recibió fumando y les dijo que se calmasen que ya contarían lo que estaba sucediendo.
Cuando se recuperó Abendé contó todo lo sucedido.
Abessé respondío que sabía que tarde o temprano volverían, que estaban en peligro y que tendrían que marcharse de allí. -El mundo está cambiando. Profetizó. Los animales huyen y cazamos poco, pasamos hambre, hay enfermedades desconocidas. Todo parece embrujado. Y lo peor hemos dejado de soñar. A continuación ofreció a sus invitados algo para comer, mientras amanecía sobre el poblado.

Abendé asintió y después de ir a hablar con las mujeres, los jefes hermanos decidieron ir a hablar con Bakú, el jefe de los bantúes que comerciaba con los blancos y siempre sabía qué estaba ocurriendo. Abessé debía quedarse, pues al atardecer varios niños se convertirían en hombres.

Cuando todo el mundo se percató que había llegado el jefe Abendé, le hicieron un gran recibimiento y para celebrarlo, las mujeres fueron a pescar al río, porque sabían que aquel espectáculo agradaba especialmente a su jefe. Era verano y el riachuelo llevaba poca agua. Cientos de mujeres construian pequeños diques con ramas y barro, y luego palmeaban la superficie del agua, que lograban hacer sonar como verdaderos instrumentos de percusión acompañándolas de bellos cánticos. De esta forma asustaban a los peces y los hacían digirse hacia los taludes. Luego secaban la parte del río entre dos diques y cogían los pequeños peces, gambas, ranas y cangrejos de los agujeros que usaban como escondite, con mucho cuidado de no hayar ninguna serpiente, ni otra alimaña que acechara a las bestias que iban a beber a las orillas del riachuelo. Abendé disfrutó mucho de aquel espectáculo.

A mediodía, las mujeres habían termiando de preparar la pesca mientras seguían cantando.
El campamento se había inundado del humo de las fogatas donde se preparaba la comida, mientras los niños barrían el suelo de la planicie con escobas de ramas, para evitar incendios y la llegada de animales, que así molestaban menos. De pronto se rozó de nuevo la tragedia cuando un niño distraído estuvo a punto de aplastar con el pie a un camaleón, el animal sagrado. Abessé reunió a los niños y les explicó que estaban allí gracias al camaleón. Un día, cuando no existían hombres, un camaleón se acercó a un árbol que hacía extraños ruidos y lo partió en dos. Del tronco del árbol brotó un gran río y alrededor de él surgió la selva y de entre las aguas surgieron un hombre y una mujer, los primeros baká. Un niño despistado fue reprendido duramente por el jefe. Los baká solo mataban para comer, por eso no entendían cuando un blanco mataba a un elefante y no lo comía.
-Vosotros los niños tenéis la obligación de escuchar atentamente a los mayores para que os enseñen cómo es el mundo. Ubangui nos alimenta y nos puede matar. Cuando aprendéis los suficiente, los jefes os afilan los dientes para que podáis mostrar que ya sois hombres valientes y fuertes.
Después de comer Abessé, comenzó la ceremonia de madurez. Todos se sentaron en derredor y nose escuchaba más que los golpes de metal del cuchillo sobre los dientes de los adolescentes, que aguantaban estoicamente el dolor, mordiendo un trozo de madera.
-Que los niños se hagan buenos, se despidió Abendé antes de abandonar el abrigo de la selva para encaminarse a las chozas de los bantúes. Era un claro con casetas de madera, en cuyas paredes había colgados toda clase de utensilios metálicos. Cuando Bakú vió llegar a los pigmeos, los saludó alegremente y les ofreció la nueva mercancía que acaba de comprar a los blancos, pues ya necesitaba de los productos que los pequeños les ofrecían: hierbas-medicina, colmillos, pieles o caza.

-No queremos nada, Bakú, solo he venido a hablar. Dijo el jefe pigmeo mientras entraba en la casa del jefe. No tardó en salir, para sorpresa de todos los hombres, corriendo hacia el bosque y
llamando a los suyos, alarmado por algo que Baká le había revelado. -¡Venid, seguidme rápido!.
¡Están matando a Ubangui!. Enseguida fueron a unclaro del bosque adonde pudieron comprobar que enormes máquinas estaban cortando los árboles centenarios. Abendé no podía creerlo, era lo peor que les podía ocurrir. ¡Están matando a Ubangui!, repetía. Los bantúes manipulaban enormes motosierras que lograban cortar limpiamente y en un segundo árboles que ya estaban en aquel bosque cuando el abuelo del abuelo de Abendé era solo un niño. Los árboles caían uno tras otro con la misma facilidad con el el jaguar cazaba al dongo rojo. Con las máquians de los blancos, la matanza era enorme. Enormes grúas transportaban los troncos hasta camiones.

Abendé dió la orden de atacar, pero apenas diez lanzas solo lograron asustar a los conductores de una máquina, luego salieron corriendo ante el estruendo de un disparo de arma de fuego.
-Os pago para que asustéis a los enanos y vienen aquí a dar problemas.
-No te preocupes jefe, ya las estamos haciendo cosas. No volverán a molestar.
Los baká corrieron a refugiarse al interior de la selva asustados por lo que habían visto. Pero eso no era todo. Cuando llegaron al campamento de Abessé, las mujeres lloraban. Los comehombres, no solo mataban a Ubangui, también habían secuestrado a dos niñas del poblado.
Los mayores decidieron enviar un grupo de tres rastreadores a buscar a las niñas, otro grupo a avisar a la tribu de Abendé para que se reuniesen con ellos cuanto antes, mientras los ancianos fueron al kalambako, el lugar más sagrado, para pedir ayuda a los antepasados. Junto a los colmillos de marfil de los elefantes que habían matado los antepasados arriesgando sus vidas, sus felchas y útiles personales, apareció misterioso y concentrado en sí mismo Kemé, el único que sabía que cantidad de la raiz de embondo había que mezclar con agua para ver más lejos, en busca del gran espíritu de los señores de la selva y se lo dió de beber a los cinco hombres más fuertes.

Los elegidos comenzaron a llamar al gran espíritu que todo lo ve y muestra cosas que los hombres no saben. Bailaban circularmente en torno a la hoguera animados por los ritmicos golpes de la percusión, de las palmas y las cañas, mientras los jefes les daban pequeños golpes en la cabeza, hasta que la raiz le abrió la cabeza, cayeron al suelo y empezaron a tener espasmos musculares y temblores, mientras gemían y cesaban los tambores. Kemé, el engangui de la tribu y los mayores, los protegieron, relajándole brazos y piernas que tenían duros como troncos y le aplicaban emetoc, una hierba para protegerlo de los malos espíritus. Los tendieron bocabajo para que no se sintiesen como al borde de un precipicio y estuvieron horas asi.

Cuando volvieron en sí, poco a poco los jefes fueron reanimándolos -tenían mucho frío- mientras
los tambores y los cánticos volvían a sonar. Se sentaron junto al fuego y explicaron que el viaje fue larguísimo y que llegaron a la morada de Ubangui, donde nada es igual que aquí.

Llamaron al gran espíritu y éste les contó dónde estaban las niñas, atadas y llorando, luego les
mostró el lugar donde el hombre blanco mataba a los árboles y de allí partía un camino muy largo hacia el corazón de Ubangui. El mensaje era muy claro. Buscarían a las niñas y luego, viajarían al corazón de la selva.

Los hombres se dedicaron a preparar las armas -amarrar las puntas de flechas con astas de antílope enano, hacer los arcos y las cervatanas y untarlas con el mortal estraganto, que acaba con los animales más grandes-. Y las mujeres los útiles para el viaje -nuevos taparrabos con la corteza de engangue, cortadas finas- cestas, y mucho alimento. Todo el mundo estaba tan ocupado que nadie se percató que los comehombres había robado los colmillos sagrados, mientras farfullaban frases como -estos enanos no saben lo que tienen, son unos salvajes que nunca han salido de la selva-.

Al día siguiente, todo el mundo se levantó con las primeras luces del alba, nadie había podido
dormir, porque sabían que la lucha era inminente. Las madres habían yacido con sus niños en brazos y no se separaban ni un segundo de ellos, por miedo a que los comehombres se los llevaran. Los niños son lo más importante que tienen los baká. Pronto llegó toda la gente de la tribu de Abendé, y la tribu se reunió al completo por primera vez desde hace años. La mujeres recibieron a Emelé, -que viajaba con su cesta a la espalda- como la mujer más importante, ellas cantaron su nombre y ella se lo agradeció bailando para ellas.

Mientras, en otro lugar Abendé arengaba a los hombres reunidos en círculo y asentían a cada una de sus frases con guturales y rítmicos rugidos.
-Este lugar no es seguro, decía. Los brujos nos acechan, los animales huyen, pasamos hambre,
enfermedades. Matan a Ubangui, al mismo bosque. Yo mismo les ví con mis ojos. Debemos
defendernos y salvar a las niñas, antes de que se las coman. Después nos iremos lejos. El gran
espíritu ha hablado y así lo quiere. Debemos ir todos y cada uno, no faltará nadie. Debemos ser
valientes. Tenemos que aplastar a esos cerdos. Si no, nos comeran y el mundo se acabará. La selva es nuestra y no nos van a echar, ni blancos ni negros.

Todos lanzaron un unísono grito y aplaudieron blandiendo sus armas, que estaban
dispuestos a usar. Kemé y los viejos pidieron el favor de los espíritus del agua, en el río, con unas ramas que luego quemaron en un fuego, mientras las observaban en silencio durante largo rato.
Al cabo de quince minutos Kemé habló: -Podréis salvar a las niñas-. Los espíritus estaban de su
parte. El jefe dió la orden de marcha y las mujeres cantando y bailando les despidieron hasta que salieron del campamento. Abendé condujo a Emelé y la madre de las niñas hasta un lugar seguro, en lo frondoso de la selva, donde vivían los gorilas, y las ordenó que esperaran allí.
En el cobertizo de los bantúes, se celebraba la llegada del marfil de los pigmeos, sin desconocer que la mayor parte del marfil del mundo está manchado de sangre. -Ya huelo a dinero, decía uno.
Mientras tanto, los exploradores baká, los observaban escondidos en la maleza, descubriendo a las dos niñas atadas a un árbol.
Los siete bantúes bebieron mucho y fumaron mucho banga para atraer a los oscuros espíritus que invocaban mientras amenazabana a las dos niñas con cortarles el cuello, bailaban cantaban y se pintaban la cara de blanco.
Los rastreadores adivirtieron a Abendé y pronto pudieron caer sobre ellos, pillándolos
desprevenidos. Les rodearon sin que se diesen cuenta y los bantú se asustaron mucho al verse
rodeados de centenares de pigmeos que les gritaban y les apuntaban con toda clase de armas. Se arrodillaron en un pequeño círculo como animales asustados. Abendé no quiso matarlos, su ley
prohibe matar a un hombre indefenso. Los colgaron de los árboles, dejaron que la selva se
encargaran de ellos y quemaron sus chozas.
Al día siguiente, todos en la tribu estaban muy conetentos, menos las dos niñas que estaban muy asustadas y débiles. El jefe ordenó que los hombres más valientes trepasen a lo más alto de los
árboles, centenares de metros trepando por lianas, sin más ayuda que un lio de ramas y un tizón que producía humo, para atontar a las abejas y coger la miel, el mejor don de Ubangui, el único alimento con el que un hombre puede vivir sano muchos años. Emelé y sus madres les dieron miel para comer y les abrazaron para apartar un espanto que se adivinaba en las miradas perdidas.
A los dos
días estaban completamente recuperadas y una mañana Abendé dió la orden de marcha, pidiendo a todos que no miraran atrás. Las mujeres llevaban sus canastos con útiles domésticos y lo más importante, el tizón del fuego, heredero de aquel que su madre les regaló un día, cuando decidieron vivir con un hombre. La mujer custodia el fuego y nunca deja que se apague. El hombre portaba sus armas y utensilios.Los niños y los ancianos marchaban en el centro.

Centenares de baká cruzaron la selva siguiendo el camino que el gran espíritu les había señalado. Cruzaron muchos lagos y muchas selvas hasta que llegaron a donde el hombre mataba a los árboles. El jefe no quiso evitar aquel lugar, para rodear con toda la tribu a los blancos que manejaban las máquinas, se dirigió a un estupefacto jefe de los blancos y le pidió que no siguiera matando a Ubangui, a la selva, pues caería sobre él una terrible maldición. Sin embargo el jefe no albergaba gran esperanza de cambio, pues es sabido que el hombre blanco no entiende de cosas importantes.
Continuaron el camino guiados por los espíritus mucho tiempo, días y noches, noches y días, hasta que de repente el jefe mandó que cesaran los cánticos y escuchó el canto de los pájaros que volvía a ser alegre, oyó también muchos animales que hacía mucho tiempo que no había oído y notó que allí nunca había entrado antes ningún otro hombre. Seguro que allí no podía entrar el hombre blanco.
Era un paraje frondoso, muy verde y fresco, con agua por todas partes y Abendé no tuvo la menor duda, aquel era el corazón del bosque, que habían estado buscando. Así lo comunicó a los demás que rápidamente empezaron a preparar el terreno y a cortar ramas para las cabañas. La gente tenía ganas de construir de nuevo sus casas. Cuando colocaron el kalambako, sucedió algo extraordinario, se oyeron los gorilas por largo espacio de tiempo, no lo vieron pero sabían que estaban allí, y enseguida supieron que se trataba del gran espíritu que les estaba dando la bienvenida, pues es sabido que el espiritu del bosque tiene forma de gorila. Entonces todos los celebraron con cánticos, bailes, palmas y tambores, mientras un pigmeo cubierto totalmente de ramas, simbolizaba el espíritu del bosque, y los demás les daban la bienvenida con ramas.

Pero aún quedaba la prueba más importante. Cuando al día siguiente, Abendé, salió sonriente de su tienda, todos supieron que había vuelto a soñar y que todo iría bien allí. Entonces Abendé elevó los brazos hacia los árboles y gritó: Ubangui, un grito que fue coreado por todos, en lo más profundo de la selva, donde nunca nadie jamás ha viajado, y donde nadie ha de llegar en el futuro, en el corazón del bosque, en el centro del mundo.

Therese
-Paire Nòstre qu'ei ath cèl, qu'eth tièu nòm sia sanctificat; qu'eth tièu règne venga. Qu'era tia
volontat sia hèita ara tèrra coma ath cèl. Dòna-nos agüèi eth nòstre pan de cada dia, e perdona-nos
es nòstres ofènses coma nosàti perdonam es d'aqueths que nos an ofensats e no nos deishes pas
caure en tentación; mai deliura-nos deth malin. Atal sia.
La voz de aquella muchacha sonaba en la delicia de la llanura llena de cereales como un benigno encantamiento, lejos de las lóbregas cuevas que le habían servido de lecho. Ahora el regazo de aquella dulce niña era su consuelo. Therese enseñó a Antonio a hablar francés correctamente y algunas palabras en lengua occitana.
Aquella curiosidad por culturas desaparecidas le pareció a Antonio impropio de sencillos agricultores, aunque fueran dueños de un “lalot” tan delicioso como aquel; de una planta, antiguo, sencillo y alegre, con flores en las ventanas, puertas y contrapuertas de madera celeste, que contrastaban con el marrón de la piedra. Era acogedora y alegre, pero sabia, antigua y noble, quizá como sus dueños. Rennes era un pueblo pequeño, ensimismado sobre suaves laderas, en la ribera del río Aude, con su pequeño hotel decadente lleno de ancianas de Toulouse, ricas y aburridas.
Gerard, el propietario, -un hombre fuerte y afable de 40 años, cabello rubio, sonrisa fácil y ojos claros-, no se apartaba demasiado de su terruño, excepto los fines de semana, cuando acudía al pueblo a realizar las compras para la semana, ir a misa o a hablar con el sacerdote Sauniéres de la iglesia de la Sainte-Madeleine, sobre quien corrían extrañas habladurías. Marie, su esposa era morena, simpática y siempre atenta. Un emigrante español que buscaba trabajo en el campo no podía pedir más.
-¿Qué son los cátaros, Therese?. Preguntó Antonio.
-Puros, hombres buenos que intentaban seguir una vida pobre sencilla, pero fueron aniquilados, quizá por envidia.
-¿Y si eran buenos porque fueron aniquilados?.
-Pensaban que la Iglesia cristiana, era demasiado rica y corrupta.
-Que cosas. ¿Y tú crees todo eso?.
-Es mi padre el que cuenta esas historias. El no cree en eso, pero hay muchos en esta región que sí. Desde la torre Magdala se ven todos los castillos cátaros. A mí me da igual, mientras me cuente historias antes de dormir.
-Y dime. Qué tipo de historias te cuenta.
-La de un tesoro escondido. Cada día le añade nuevos datos. ¿Tu padre no te contaba historias?.Preguntó Therese.
-Mi padre, siempre estaba muy ocupado trabajando en el campo y ahora es soldado, no sé dónde.
-Vaya, lo siento-. Antonio iba a decir algo pero Therese le cerró los labios con un beso y el tiempo se detuvo.
Unicamente las visitas rompían la paz de aquel hogar.Vecinos y familiares, le avisaban insistentemente de que su amistad con aquel extraño cura no podría beneficiarle. Gerard no se sorprendía, le quitaba importancia, y a continuación proponía un brindis. Un día Therese, le dijo que su padre no era católico, algo que provocó su natural sorpresa y aumentó su curiosidad, cuando Antonio profundizó ella dijo que son las cosas de los pueblos pequeños.
-Hay tan poca gente que no importa como sean los amigos. Fue entonces cuando usó por vez primera la premeditada expresión “inclinaciones comunes”.
Antonio quiso saber algo más sin resultar impertinente, así que no hizo más preguntas. Pronto se vio obligado a olvidar estas circunstancias que finalmente se revelaron poco importantes, ante nuevos hechos que poco a poco ganaron más protagonismo.
Un día la radio anunció la noticia de que los alemanes habían entrado en París. El locutor leía un comunicado severamente, mientras el patrón de la granja escuchaba mirando al suelo, y el resto de los miembros de la familia permanecía en silencio.
“Las tropas de la Wehrmacht ingresan victoriosas en París. En los Champs-Elysées desfilan con paso de ganso exhibiendo sus estandartes y en la Torre Eiffel colocan un cartel con "V" de victoria y la frase "Deutschland siegt auf allen fronten". Alemania gana sobre todos los frentes. El gobierno francés se repliega a Bordeaux y el mariscal Pétain es nombrado presidente del Consejo e inicia la colaboración con los nazis. Charles de Gaulle, instalado en Londres, hace un llamamiento invitando a continuar la lucha”.
-Petain es peor que los boches. Decía Gerard, muy afectado por todo aquello. Cuando recuperó el ánimo consoló a su mujer e hijas, que temblaban de miedo, y les dijo que no se habían de preocupar por nada, pues en el sur estaban a salvo, que todo aquello quedaba lejos.
Gerard se llevó a una habitación aparte a Antonio y le habló largo tiempo.
-Dime Antonio, si tu tierra fuera invadida por extranjeros qué harías.
Antonio dudó por un momento la respuesta, tampoco sabía adónde quería llegar su patrón, que fumaba en pipa pausadamente, y lanzaba al aire bocanadas de humo.
-Defenderla, sin duda. Respondió el zagal.
-Bien ¿y..... si defenderla supusiera..... peligros para ti y tu familia?.
El patrón miraba distraídamente por la ventana de su biblioteca, mientras Antonio se recostaba en un mullido sillón de piel.
-Nadie tendría porqué saber mis opiniones. Pero mi postura sería la misma. Opinó.
Luego, Gerard inició un monólogo con un largo preámbulo sobre la amistad, la confianza y la importancia de los valores. Le advirtió que en tiempos de guerra suelen ocurrir cosas que normalmente no pasan, y que aunque parezca inexplicable, todo tenía una finalidad.
-Puede que en los próximos días veas cosas que no entiendas. -Le anunció-. Y puede que la curiosidad te lleve a comprometerte con la verdad. Si lo haces será para siempre. Las puertas en estas circunstancias no están entreabiertas. Están abiertas o cerradas. Y si abres una puerta, ésta se cerrará a tus espaldas. Así son las cosas. Hay que elegir, tomar decisiones.
Antonio no estuvo seguro de haber entendido el verdadero significado de las palabras de su patrón. Sin embargo en los días siguientes no ocurrió nada, el buen ambiente de la casa continuó inalterable y los padres siguieron yendo a la iglesia con toda normalidad mientras la placidez de los días del incipiente verano era solo interrumpida por las malas noticias que llegaban de la radio.
Antonio sentía que se aburría demasiado en la granja y que le apetecía pasear por el pueblo y cotillear sobre el amigo de su patrón, el cura del pueblo.
Se hizo amigo de Pierre, un pelirrojo lleno de pecas: malhumorado, irónico y gracioso, hijo del panadero. Era solo unos años mayor que él, pero con aires de grandeza. Fumaba, bebía, y presumía de haber estado con muchas chicas. Conocía muy bien a toda la gente del pueblo. Las jarras de cerveza corrían por encima de la mesa, mientras Pierre, el “experimentado” se convertía poco a poco en Pierre el fanfarrón.Entonces, contó con todo lujo de detalles, la historia del cura del pueblo.
Saunières halló unos pergaminos dentro de una columna de madera, manuscritos de los Evangelios, con rasgos inesperados, indicios de que los documentos estaban en clave. Un experto de Roma los interpretó. Una vez desvelados se pudo leer lo siguiente. "Pastora, ninguna tentación. Que Poussin, Teniers. La clave. Paz 681. Por la cruz y este caballo de Dios, completo o destruyó este demonio del guardián al mediodía." El segundo texto, descifrado, explicaba: "A Dagoberto II Rey, y a Sión pertenece este tesoro y Él está allí muerto."
-Tienes buena memoria. Observó Antonio. Y a continuación preguntó: ¿Quién es Dagoberto?.
-Dagoberto II, el merovingio, rey de los cátaros, que contrajo matrimonio en Rennes, en esa misma iglesia. Entonces-continuaba Pierre-, la vida delcura cambió iba a Paris con mucha frecuencia, se codeaba con la alta sociedad, y se veía que manejaba dinero. Luego encontró una losa del siglo V, al pie del atar, cuando fue removida, vio esqueletos y un cuenco lleno de objetos; y medallones sin valor. Eso dijo, poco después restauró toda la iglesia. El mismo pintó la imagen de María Magdalena del altar, escribió sobre la entrada de la iglesia la frase Terribilis est locus iste e hizo con sus manos, la estatua del diablo de la entrada. Construyó un paseo, la Tour Magdala, una casa de huéspedes y lo pagó todo de su bolsillo. Gastó una millonada.
-¿Y bien?, preguntó Antonio cuando terminó de contar la historia. ¿Adónde nos conduce todo esto?.
-La gente del pueblo no se fía del cura, habla de sociedades secretas, del tesoro de los cátaros y de no sé cuantas cosas más.
-En las iglesias hay valiosas obras de arte, pudo haber vendido alguna y conseguir así fondos. Opinó Antonio.
-Se dice que hayó la tumba de Marie de Negri, heredera del primer Gran Maestre templario. Y cobró alguna suma importante.
-Debe haber una explicación mucho más lógica. Dijo Antonio.
-¿Lógica?. Dime, que pinta un demonio en un pilar de agua bendita.La gente del pueblo teme a este cura.
-Nuestro patrón le aprecia. –Explicó Antonio. Y yo me fío de su criterio, es una buena persona. La conversación en la taberna derivó a continuación hacia temas más livianos, por efecto del alcohol. Salieron de la taberna y fueron vagando por el pueblo hasta que acabaron cerca de la misteriosa torre Magdala. Por uno de sus ventanales góticos vio una figura con una luz en la mano.
-Imposible, -explicó Pierre-, ahora mismo la torre y el albergue están vacíos, el cura está en París.
Antonio se encaminó hacia un sendero que bajaba al riachuelo. Hacia la base de la torre una pequeña elevación mostraba la roca desnuda y en ellas, la entrada de unas famosas y numerosas cuevas por las que el joven se adentró en solitario.Pensaba. No le viene mal a este lugar olvidado del mundo, tanto misterio.
La amorfa disposición de la roca en el inicio del túnel se había transformado en un perfecto corredor hecho por la mano del hombre, un pasillo le conducía a otro y una puerta a otra. El alcohol y su curiosidad empujaban sus pies, sin que él supiera de forma precisa en qué lugar se encontraba.
Abrió una puerta y vio algo terrible que le causó gran impresión, por un segundo, su corazón comenzó a latir más fuerte, hasta que logró dominarse. Era una gran escultura que sujetaba una pila de agua bendita, representaba a un diablo de madera policromada, de piel roja, ojos saltones y amenazadores. Antonio usó el agua para refrescarse la cara, después del susto que no esperaba y le devolvió a la realidad más inmediata. Sobre la pila de agua bendita había cuatro ángeles y en medio una cruz celta, con una rosa tallada en su centro. Sobre el umbral de entrada pudo leer la frase Terribilis est locus iste. Estaba nada más y nada menos que en el interior de la iglesia. Era noche cerrada y apenas unos cirios iluminaban escasamente las bóvedas románicas del interior. Antonio sintió entonces un estremecimiento especial, una sensación difusa pero muy profunda, que salía de todas partes y ninguna al mismo tiempo, de la boca de la cueva, de las columnas del templo, de los rosetones que mostraban la luna llena. Como el pequeño golpe de viento que sigue al paso de una persona cerca. Un hálito inesperado, oscuro, frío, que hace poner los vellos de punta.
El pánico estuvo a punto de dominarle. Corrió hacia la entrada de la cueva buscando una salida, pero tropezó y cayó al suelo, trató de pensar y decidió tomárselo como una aventura.
Le gustaba mucho el arte antiguo, por eso esta era una oportunidad única. Desde muy pequeño, su padre la había llevado a la republicana biblioteca pública de su pueblo natal, donde pasaba horas y horas leyendo hasta convertirse en un pequeño historiador local, al que mucha gente consultaba cosas sobre el pasado.
Cogió un gran cirio y fue a mirar con detenimiento las escayolas del vía crucis. Donde otros veían señales, rostros deformados , figuras diabólicas o heréticas, sólo había una mediocre ejecución artística. Su mente racional estaba decidida a convencerse de ello. Los añadidos de Sauniere a la iglesia no eran capaz de transmitir ni el más mínimo simulacro de vida o emoción, mucho menos divina. Luego fue a ver la hombruna Magdalena, de oscuros y enormes carillos hinchados, y ojos vacíos, pintada por el párroco en el altar mayor y confirmó que el autor intentaba disimular de forma efectista sus carencias técnicas.
Su ánimo se serenó por completo y pudo admirar el edificio que más que elevar el espíritu parecía que lo abrazaba, que lo protegía, como un enorme oso pétreo, con sus arcos en forma de brazos y dos rosetones en la fachada principal como ojos observantes. Empujó la puerta y salió fuera aspirando con placer el aire de la campiña que refrescaba su rostro perlado de sudor. Desde fuera la iglesia se veía sin gracia alguna, salvo las altivas ventanas del ábside. Mientras miraba hacia el edificio tropezó en el suelo con algo duro, una piedra, pensó.
Y está bien dura. Comentó mientras se frotaba la rodilla, dolorida por el choque de la carne y el hueso contra lo que resultó ser una lápida. -¡Un cementerio!. Claro, al lado de una iglesia, es lógico, se respondió. De repente una mano, sobre su hombro le detuvo.
-¿A donde crees que vas jovencito?. Alguien le colocó una tela sobre la cara y le tiró al suelo. Esta vez Antonio se temió lo peor, y por ningún rincón de su mente hallaba una explicación lógica. Hasta que descubrió dos pares de zapatos que le resultaban familiares, y se quitó con rabia la tela para descubrir que Pierre le había gastado una broma.
-Me has dado un susto de muerte.¿Cómo has llegado hasta aquí?.
-Esta ladera es como un queso gruyere, igual que toda la zona, he jugado muchas veces por aquí. Dijo Pierre. La conozco como la palma de mi mano.
-¿Y cómo es que no está cerrado el acceso a la iglesia por los túneles?.
-Nadie en el pueblo se atrevería a entrar en la iglesia de noche. Piensan que está maldita.
-Quizá alguien intena esparcir leyendas oscuras sobre la iglesia para que nadie se acerque aquí, pensó.
Dejaron la explanada del cementerio por un nuevo túnel similar al anterior, pero en vez de dar a la iglesia, éste conducía al paseo de la torre Magdala. Había algunas puertas que Antonio iba mecánicamente empujando sin que cediesen. La última puerta finalmente cedió lentamente bajo la mano de Antonio, dejando ver un nuevo pasillo iluminado. Fue entonces cuando se encendió una luz en su cerebro que le hizo recordar aquella enigmática conversación que había mantenido días atrás con Gerard, su patrón.
“Puede que en los próximos días veas cosas que no entiendes. Y puede que la curiosidad te lleve a comprometerte con la verdad. Si abres una puerta, se cierra tras tus espaldas. No hay vueltas atrás. Así son las cosas”.
Sus pensamientos fueron sólo respondidos con el ruido de la primera puerta que acababa de atravesar, al cerrarse, pensó que por efecto de alguna corriente de aire. Se abrió la siguiente puerta bajo el nervioso empuje de su mano. Vio una sencilla habitación iluminada por luz artificial, con tres puertas, una gran mesa en el centro, planos de la región, escritos, restos de comida, bebida, tabaco, y muchas sillas desordenadas alrededor. Algunos muebles se apilaban contra las paredes y sobre un viejo armario había un aparato de radio. Llegó a su nariz el olor del tabaco, hacía poco que habían apagado algunas colillas en los ceniceros.
Se fijó un poco más en el mapa y vio que tenía algunas marcas, la más importante señalaba a las minas de oro de Salsigne al norte de Carcassone, en la Montaigne Noire. ¿Guardaría alguna relación con Saunieres?. Podría decirse que sí, pero no podía quedarse a averiguarlo, oía pasos y decidió irse por el mismo pasillo por el que había entrado. Salió corriendo por el oscuro pasillo, mientras escuchaba cómo la habitación que abandonaba se llenaba de gente.
Oyó voces de hombres y mujeres se diría que era una reunión privada, sonaba música en la radio y se hizo el silencio cuando un locutor de la BBC de Londres anunciaba un mensaje especial para los oyentes franceses, -un poema de Paul Verlaine-, todos contuvieron la respiración, como si aquel poema pusiese en juego sus vidas. Oyeron el poema, y cuando concluyó, todos mostraron un gran descanso.
-Falsa alarma- comentaron aliviados algunos.
-No podemos dar un solo paso en falso, ya lo sabéis.–Dijo otra voz más autoritaria-.
-Esperar, esperar. ¡Estamos hartos de esperar!. Dijo alguien con acento español.
-No es fácil. Golpear donde más les duela en el momento justo sin que sepan de dónde salimos, ni quiénes somos. Sortear a La Milice, al Service de Travail Obligatoire, a los espías infiltrados, a los soldados, a los partidarios de Petain.
Una voz mucho más serena, pausada y al mismo tiempo débil, como gastada por el tiempo vino a dar la razón al anterior comentario.
-Gerard tiene razón. Los que ahora nos miran con miedo, nos apoyarán. Debéis tener fe hijos míos.
Ulises contenía la respiración detrás de la puerta cerrada, cuando un fuerte golpe en la cabeza lo dejó sin sentido.
Cuando abrió los ojos se encontró tendido en una cama, y vio a Gerard, su patrón, el dueño de la granja junto a su amigo el cura y a otras personas influyentes del pueblo. Se frotó los ojos para ver si estaba soñando, y luego echó un vistazo a la habitación, pero no estaban en la granja, sino en el interior de una cueva excavada en la roca. Le dolía tremendamente la cabeza y no entendía nada.
A la mañana siguiente Antonio había decidido unirse al grupo. Caminaron muchas horas en silencio
repartiendo pasquines en el interior de tabernas, de vacías. En los desiertos mercados, dejaban fajos
de folletos y de periódicos clandestinos, junto al pescado. En Couiza, Montazels, Alet les Bains y
Limoux repartieron pasquines y carteles, que pegaron sobre otros que decían “Ils asassinnet,
enveloppés dans les plis de notre drapeau”.
-Dime Gerard, ¿porqué?. Preguntó Antonio.
-Eres inteligente, comedido, fuerte, decidido y refugiado español.
-Cuando me diste trabajo ¿ya estabas pensando en esto?.
-No, no te he estado utilizando, si te refieres a eso.
-¿Y la iglesia?.
-Sabía que tarde o temprano nos descubrirías.
-Cualquiera del pueblo puede entrar también.
-No lo creo, ya les metemos miedo para mantenerlos alejados. A Pierre le dije que te llevase cerca
de los túneles. Todo misterio tiene su explicación y sino, su finalidad.
-¿Y el cura?.
-Fue él quien lo inició todo. Nos reunió, nos habló, nos contó lo que ocurriría y vimos con claridad
que tenía razón. Petain y los nazis son la misma cosa.
-Ya veo. Pero ¿y tu?. Corres muchos riesgos, tienes familia.
-Precisamente por eso. Merecen algo mejor.
Antonio se mantuvo en silencio. -¿Recuerdas aquella metáfora que hiciste sobre la puerta?. Me gustaría dejarla entreabierta. Tengo mis propios planes. Os ayudaré un par de semanas, luego me iré a Marsella y allí me embarcaré a América. Allí no hay guerras.
-Lo comprendo. Mi mundo es éste y tengo que hacer algo por él. Tu debes buscar el tuyo.
Antonio y Gerard se abrazaron.

Ulises
A la cabeza de Ulises, llegaron las siglas de tres palabras. R.I.P. Esto significa que alguien va a morir, se
dijo a sí mismo en medio del duermevela.Luego, esas mismas siglas se repitieron otras veces, aunque
no se asustó. Pensó que se trataba de un pensamiento absurdo que logró apartar de su cabeza y se durmió.
Estaba cogiendo aceitunas en las lomas blancas que el cielo amenazaba con una lluvia triste
al pie de un olivo tan viejo como el mundo, cuando vino una mujer corriendo por los campos, gritando
como loca, los cabellos desordenados y enredados en el viento, llorando y gimiendo, era la viva imagen de la
desesperación, era la viva imagen del dolor, era la misma Virgen de los Dolores. Daban ganas a uno de
cantarle una saeta, de ponerle una diadema de oro, velas o azahares recién cortados.
Se tiró de rodillas, se llevó las manos al corazón. –Orestes ha muerto-, dijo como si dejara caer al suelo un
fardo que llevase bien sujeto al alma. -Pero, mujer, hace media hora hablé con él, -dijo uno. ¿Estás segura
de lo que dices?.Yo tenía previsto verle dentro de un cuarto de hora, dijo otro.
Ya se lo llevan camino de su casa. Se desplomó al suelo mientras trabajaba. El médico dijo que no se podía
hacer nada por su vida.
-¡Que me dejes!, susurró Orestes a un amigo que acudió a auxiliarle con las pastillas contra la muerte. -¡Que
no hagas nada!, le respondió a otro que quería llevarlo a casa del médico.
-!Que no llores¡, ordenó a una vendedora de claveles que derramó sin querer las flores en el suelo. En ese
lecho florido, rodeado de desconocidos, pensó qué absurda es la muerte, antes de exhalar su último aliento y
escaparse feliz, como un líquido por los iluminados conductos del alma.
Orestes sintió que se sentía como sin peso de repente, como si le trajese sin cuidado lo que pensaran de él
los demás. Como si no fuera ya de nadie, ni de ningún sitio. Sintió que se elevaba sobre sí mismo y sintió
lástima de aquel pobre viejecito y estuvo preocupado por dejarlo allí entre aquellos extraños, tirado en el
suelo.
Le bastó el deseo de acercarse a una mujer para hacerlo misteriosamente, descubriendo aquel fundirse con
las cosas y con las otras gentes, sin dolor ni miedo, ni nada, nada de nada. Solo elevarse lentamente y a su
voluntad con el timón de sus pies y los remos de sus brazos por las olas del aire. Denso, lleno del ruido del
gentío.
Puso rumbo a los olivares cercanos y se enredó entre ellos con el aire de la mañana sobre las yerbas
reverdecidas por las lluvias del invierno, acarició los troncos retorcidos. Se hizo luz que iluminó todas las
plantas de aquel improvisado vergel y sintió el olor de rocío, romero, yerbabuena, tomillo, y albahaca. Se
hizo denso y frío, huidizo e imprevisible. Fue agua, dejándose caer por una pequeña cascada sintiendo la
caricia del musgo. Hizo tres mil cosas más que nunca había podido hacer, sintiéndose más vivo que nunca.
Hasta que se dio cuenta que se llevaban a aquel viejecito a su casa en volandas. Cuando le veían muerto
gritaba y chillaba cosas sin sentido que en realidad no sentían. Él sentía que no estaba muerto, pues si lo
estuviera no podría sentir nada. Quizá ya habría muerto antes, otras veces, cuando se creía vacío o solo, o
impotente, intangible, inespacial, inexistente, insignificante. Sin embargo, por más que un médico le dijese,
tiene usted una enfermedad grave, la muerte, él sabía que no había muerto y no iba a dejarse morir allí de
muerte, que era su enfermedad. Se preguntaba si no sería todo aquello un gran sueño o una broma pesada de
alguien y si su vida anterior no era en realidad alguna extraña forma de muerte.
Así torció varias calles hasta que llegaron a su casa. Lo cogieron, lo lavaron. Inútilmente intentaron quitarle
aquel olor de almendra amarga. Le pusieron su traje de los domingos. Aquel traje que él compró una vez,
pero ni siquiera se lo puso porque le parecía que iba disfrazado, que no sería él mismo. Le parecía que
intentaba aparentar lo que no era. La casa se le llenó de gente. Los que estaban cerca la cama lloraban como
con más ganas, pero los más de más lejos charlaban animadamente. Vi a una mujer cuyo rostro me resultó
familiar diciendo, ¡Orestes de mi alma!, qué asco me da a veces la boca que tengo. Si yo te dije hará dos días
que te dejes de tonterías y te dediques a tu casa, tantos disgustos y tantas preocupaciones no podían ser nada
bueno para tu corazón de cristal y tu me dijiste: mañana lo dejo Francisca, cuando termine ésta reunión. Y
yo te repliqué que a veces cuando se quiere uno dar cuenta es demasiado tarde para dejar las cosas porque
son las cosas las que te dejan a tí. ¡Que asco me da a veces la boca que tengo. Orestes de mi sinrazón!.
Me senté en la cocina junto a dos viejas charlatanas que comadreaban, y me sentí alegre de que todo aquello
continuara como si nada, el círculo de la vida, el gran teatro del mundo.
Un poco harto de todo aquello me fui a la casa del vecino. Allí resguardaron a mi nieto de tres años. El niño
dormía quedamente sobre la blanca almohada besado por el sol. Me acurruqué allí junto a él, le abracé y le
canté.
En sueños le transmití sentimientos. La sorpresa de los primeros días, la alegría del trabajo, la actividad
febril del aprendizaje, la emoción del primer amor, del primer beso, el deseo. El respeto a las mujeres, el
amor a las artes y las cosas que elevan el espíritu. El cariño a las conversaciones reposadas en que las letras
transcurren sobre los bordes de las tazas de café y se enredan en pequeñas columnas de humo.
Le transmití todo eso y mucho más para que cuando él quiera algún día, asciendan de su instinto hasta sus
labios.Al día siguiente anduve todo el rato vagabundeando por la casa despistado hasta que alguien me
llamó y me dijo: la hora. ¡Ah!, no tengo reloj. La hora.
No sé que hora es, ¿usted tiene hora?, le pregunté a uno que me ignoró. Y el otro me volvió a decir. La
Hora: que ha llegado La Hora. Es la hora de partir.El muerto era una de esaspersonas que poco a poco se van
haciendo tan indispensables, que cuando no están, parece como si al mundo le costase más trabajo girar.
La gente lloraba en el velatorio. Ulises nunca llora. No le salen las lágrimas.
Los ancianos del velatorio conversaban en sillas contiguas a la de Ulises. A él le pareció que el único
sentido de la charla era revelarle secretos imposibles de ser descubiertos durante mil vidas intensas. El
quiso retenerlo todo. Pero ellos le miraron con una calma infinita, como diciéndole, todo esto se quedará
grabado para siempre dentro de tu alma.
De repente Ulises despertó y recordó que la noche anterior se había acostado con el presentimiento de que
alguien iba a morir.
Se levantó y en la ducha intentó tonificarse para alejar los malos recuerdos del sueño, mientras
el agua le tamborileaba en la cabeza plácidamente. El café del desayuno le terminó de
reconciliar con el mundo, y el sabor de la mermelada, con el placer. El periódico de la mañana
le confirmó que todo seguía igual en el absurdo mundo. Disipó por completo los temores
anunciados por sus presentimientos y cogió sus cosas para irse a trabajar.
Fue entonces cuando sonó el teléfono y una voz conocida al otro lado, le anunció la muerte de
su padre.

Blanca


Era miércoles de ceniza en Vallegrande y el pueblo se llenaba de forasteros en busca de la alegría, abandonando las prisas de las ciudades para entregarse al dulce discurrir de la vida entre los meandros del tiempo en pequeños pueblos en fiesta. Carros alegóricos recorrían las calles en medio del jolgorio de gente vestida con sencillos disfraces hechos a mano y tocados con sombreros de paja.
Daban las diez de la noche en el reloj de la torre de la iglesia, cuando Blanca Luz se sentó en un banco de la plaza a ver cómo todos bailaban con jarras de macerado de frutas - duraznos, ciruelos, manzanas, uvas, sawinto, quirusilla o yana yana- en una mano y en la otra a sus parejas, al son de músicos entonando kaluyos con guitarras, acordeones y mandolinas:
-Las mujeres d'este tiempo, son como el alacrán; cuando lo ven a uno tan pobre, alzan la cola y se van. Ya viene el agua cayendo, tapando el campo verdoso, Si no quieres que me moje, tápame con tu rebozo.
De repente, Blanca y Carlos se cruzaron las miradas y él abandonó inmediatamente el grupo de muchachas con el que se divertía para ir a abrazar a su antigua amiga, mientras las muchachas del pueblo se quedaban murmurando a sus espaldas.
Los grupos cantaban por la plaza:
-Cuando gritan las gallinas/ Es señal que han puesto huevo. Así son pues las mujeres, cuando buscan amor nuevo. Por qué te pones tan triste, tan sin consuelo; tan lo mismo es en la cama, como en el suelo.
Las muchachas del pueblo se morían de envidia al ver cómo una recién llegada les quitaba al sobrino del alcalde y descendiente de los andaluces fundadores, al rico y único heredero, al más guapo y perseguido.
Ella cogía suavemente a Carlos, por los rizos de su cabello, mientras que el azul de sus ojos le transmitía una enorme paz a su atormentada alma.
-Nunca te agradeceré lo bastante el sueño que me estás haciendo vivir esta noche, decía ella. No sabes cómo lo necesitaba. -Ulises me...Blanca iba a decir algo pero los dedos de Carlos pararon en seco sus labios y luego juguetearon con ellos.
-Calla ahorita, no lo estropees. No tienes nada que agradecer. Hay que vivir lo más intensamente que se pueda. No te preocupes, no merece la pena. Piensa en el ahora.
Blanca y Carlos se lo pasaban en grande, bailaban y bebían, llamaban a las puertas de las casas y les ofrecían una bebida hecha con leche, huevos y singani, luego llamaban a otra y recibían queso o choclo, que comían a grandes bocados, como si quisieran apurar rápido aquellos manjares, como si tuviesen prisa en vivir. -Cuando yo me case, mei casar con tres, dos pa' los costaus, una pa' los pies. Hace ya jartito lo rifé mi cuero, pero pa' las chotas sigo pues soltero.
Entonces, Carlos cogió de la mano a su pareja y se fueron caminando bajo los soportales de los edificios coloniales, luego se montaron en la moto y se perdieron en medio del bullicio en dirección a una cercana era donde pudieron hacer el amor a gusto hasta que amaneció.
Fueron a ver amanecer con una comparsa al cercano pico de una montaña. Vestían todos de luto, con jirones de ropa negra por el entierro de la sardina y Blanca sintió un escalofrío premonitorio, pero Carlos, lo achacó al frío del amanecer y se quitó su rebeca para dársela a ella. Luego siguieron la costumbre de ir a las haciendas cercanas a beber sucumbé y allí terminó la fiesta. Carlos la dejó en la puerta de la casa de sus padres y movió el brazo de forma imprecisa, quizá imitando un signo de interrogación y ella le tiró un beso. Había sido sin duda ninguna, la noche más maravillosa de su vida y Blanca vivió en una nube las siguientes semanas, anhelando volver a ver al primer homrbe del que se había enamorado. Sin embargo, cuando le volvió a ver deseó que la tierra se la tragara.
Fue casualmente en un autobús lleno de gente. El estaba Asomado a una ventana y hablaba con con una mujer joven que sujetaba a dos niños de tres y seis años. Cuando ella por fin logró reunir fuerzas para dirigrle la palabra, el símplemente le dijo, -disculpe, pero usted debe haberse confundido con otro y se bajó del autobús en la siguiente parada, mientras uno de los niños le cogía la mano y la mujer, la otra. Blanca tuvo que emprenderse a fondo en aquel instante para no volverse loca.

Merry, nada que ver con Tolkien


-¿Serías capaz de dejarlo todo e irte una temporada, al Perú por ejemplo?
-No puedo irme, Jose, me ata mi trabajo. No estoy dispuesto a dejarlo.
-Irse, no es una decisión fácil de tomar.
La música sonaba alta en el local de copas. Paredes pintadas color melocotón, diseño internacional,
sofás por todos lados, música de los ochenta, clientela variopinta, exposiciones de cuadros y fotos,
gente fumando porros en los cuartos de baño, té moruno y tarta de manzana los domingos por la
tarde. Afuera, una ola de frío polar congelaba toda Europa y nosotros esperábamos sólo por
divertirnos que nevara en este sur que hacía meses que no podía mirar a la cara al sol por la
inclemente lluvia. Era un bar muy pequeño así que las conversaciones a veces se enredaban unas
con otras, las vidas se mezclaban y hasta parecían confundirse con la música electrónica que lo unía
todo rítmicamente.
Vanette salíó del baño tras escribir en la pared del baño "si me quieres, si me amas, demuéstramelo
en la cama 667678689” mientras mandaba un mensaje por el teléfono móvil y se dirigía a la barra
del bar al encuentro de sus amigas Katia y Lorrina, para ocupar el rincón de la barra de costumbre
de cada noche.
Lorrina vestía de negro de y tenía un aire misteriosamente misterioso, como de duquesa lombarda
pintada por Peruggino por su tez particularmente blanca o por su extraña manía de estarse horas y
horas sentada sola en un taburete de la barra del bar mirándo lánguidamente cómo el tiempo pasaba.
-Jose, me ha costado mucho aprobar unas oposiciones en el banco para tirarlo todo por la ventana.
-¿Fernan, la ilusión de tu vida es tu trabajo?. Si es así tus jefes deben estar satisfechos.
-Mi ilusión es mi felicidad, no vivo para trabajar. Estoy ahorrando para tener mi vida propia.
-Una amiga mía se acaba de ir a Perú, con una ONG. Hoy me ha enviado una carta. ¿Quieres que te
la lea?. La tengo aquí.
Una vez en la playa, hace años, Merry -ese era el apodo de la familia, nada que ver con Tolkien- se
encontró con una vieja que decía leer las vidas pasadas. Le dió pena porque nadie iba y fue a charlar
un rato con ella. La vieja le dijo que había sido una aborigen australiana en su vida interior, que ella
era una mujer de conocimiento -quiso decir bruja- y que tenía una misión que cumplir en Perú, que
debía viajar allí. Merry dió unas monedas a la vieja, sin hacer demasiado caso.
-Vale de acuerdo léela.
La carta de Merry dice así: “Hoy fué mi día de cocina en la Caravana, tremenda tarea. Ahorita
somos quince más dos visitas que tenemos. La comida quedó muy rica. Los días de cocina son
interesantes para mí, porque me permiten meterme para adentro, dar lo mejor de mí, aunque de una
forma muy particular,como materializada. Aquí en Perú, el ritmo, el tiempo sucede de otra manera,
la relación con las cosas son más directas, más profundas. Hoy en la cocina me percaté. Estaba
desgranando maiz muy lentamente para que no se rompieran, mis manos estaban impregnadas del
olor y caldito del choclo, sintiendo su textura, su suavidad y frescor, sus pelitos. Quizás estuve una
hora o más desgranando. Quién sabe cuánto. Para mí, ese tiempo se cuenta en un plato hondo de
granos”.
En la barra del bar había tres jóvenes fornidos y de belleza cuidada, de unos veinte años. Uno de
ellos, de pelo largo teñido de rubio recordaba a Kurt Cobain, aunque mucho mas fornido, era guarda
jurado y su ilusión: ser boxeador.
-No me gusta pegar por pegar pero me gusta el boxeo, decía. Por ejemplo contigo no me pelearía.
Bueno sólo si no me miraras con respeto en la calle. Decía a otro amigo que le escuchaba con
admiración.
-En cierto modo, no me iría por ahí, no puedo. Y la respuesta, aunque te resulte fácil está muy
estudiada. No puedo, me ata mi trabajo.
-Fernan, ¿quieres olvidarte un poco de tu trabajo?. ¿A ti te gustaría irte o no?. Imagínate que
pudieras, que no tuvieras trabajo.
-Ah, si yo tuviera mi vida resuelta y no tuviera por qué preocuparme a fin de mes. ¡Por supuesto!. A
mi no me ata nada ni nadie. Pero dejemos esta discusión y sigue leyendo la carta de Merry.
“Me sorprendo quitando piedras de las lentejas como la mamá de Alfanhuí y todas las mamás de las
mamás del mundo. La quinoa, el alimento de los Andes, rayando la panela. Redescubro el placer
que me producen las cosas simples, las cosas como son y la relacción que eso te permite tener con
ellas. Yo lo llamo simple, aunque realmente para casi el resto de los occidentales sería complicado,
quitar las piedrecitas de las lentejas una a una,o de la quinoa todavía peor. Quitar esas piedras es
como un mantra. Como estar con mi yo más profundo, como parar el mundo y escuchar los ruidos
sutiles, desde el latido de mi corazón a los pajarillos cantando afuera. Hasta el calor del mediodía,
que también tiene su sonido. Yo lo he escuchado”.
Merry encontró en los años siguientes a varios videntes más y todos le decían lo mismo, que era una
“mujer de conocimiento” y que tenía que viajar a Perú, pues allí encontraría lo más importante de su
vida. Incluso uno de ellos, a quien conoció en un pequeño pueblo de Aragón, le instó a que
rápidamente se pusiera en viaje y le buscó un grupo de personas que casualmente viajarían a aquel
país sudamericano. Ella rechazó la invitación diciendo que nadie decidiría ni influiría en sus planes
ni en su vida. Años más tarde, ya sin trabajo, decidió apuntarse a una caravana solidaria con una
ONG que trabajaría con los indígenas. Ella aún no sabía a qué país viajaría, pero cuando se lo
dijeron, el corazón le dió un vuelvo. Su destino sería Ecuador y aún no sabía si viajarían al vecino
Perú, pero el plan del viaje no lo contemplaba.
Jose no pudo evitar responder allí mismo la llamada de Merry, pidió un folio y un boligrafo en la
barra y escribió.
“9 de enero del 2003. Hola brujilla. Como andas. Mu bien por lo que leo. Hoy me llegó tu carta y
me quedé sorprendido por cómo cuentas las cosas. Hablo de sentimientos, de percepción. Se te está
pegando mucho y bueno de allí.
Hasta estás cogiendo el acento. De vez en cuando voy a al bar y le doy saludos de tu parte a tu
hermana. En la próxima carta quiero que me cuentes todo lo que que puedas y con muchos detalles.
Aquí no hay muchas novedades solo que hace un frió horrible y hace meses que no para de llover.
Esto parece el norte en vez del sur. Espero que algún dia nos veamos otra vez y podamos de nuevo
ver la luna y las estrellas, encaramados a los tejados como dos gatos. Pero no te des mucha prisa.
Disfruta y aprende. Un beso desde lo más profundo”. Cuando acabó de escribir a su amiga,
preguntó a su amigo.
-¿Dejarás todo lo que quieres hacer para cuando seas viejo?. Solo entonces tendrás la
vida resuelta. Resuelta y acabada, Fernando.
-No lo sé, Jose. Ahora mismo me conformo con poner mi granito de arena en lo que está más cerca
de mis posibilidades.
-Yo no te censuro que conste, solo te observo.
-No es obligatorio que todo el mundo se vaya al Perú. Yo por ejemplo no me iría. No por nada sino
porque no sé si me merecería la pena dejarlo todo y cambiar a una nueva vida, un nuevo mundo,
nuevas gentes, nuevos amigos. Además no me gustan demasiado los viajes. Y creo que para vivir
ciertas cosas no es necesario dejarlo todo e irse a Perú.
Jose miraba a su alrededor en el bar y no le gustaba lo que veía. Era muy difícil encontrar a alguien
verdaderamente feliz. Debe ser increíble que tu vida tenga un destino especial, y hay que ser muy
valiente para cumplirlo.Pero si al final, consigues ser feliz, todo merece la pena.
Un hombre huraño que fumaba tabaco negro y bebía coñac observaba a la pandilla del boxeador con
ojos resentidos, y la mirada llena de barro. No les gustaba. No se gustaba. Tenía un miedo amargo y
cruel acumulado desde hacía años y ya no se acordaba porqué. Su amigo argentino le previno en
varias ocasiones de que no insultara, a la pandilla de los boxeadores, pues ellos eran más, eran
fuertes y más jóvenes. Sin embargo, el hombre huraño no se pudo contener e insultó al boxeador.
-Pues si no te gusta la violencia ¿cómo es que te has hecho boxeador?. -Le dijo-. Eres un estúpido.
-El boxeador le miró con ira.
A su derecha, en la barra, Jose vio a una pandilla de muchachas jóvenes tan sobradas de hormonas y
mala leche como carentes de sentido común.
Vanesa acababa de abrir los ojos como platos porque había visto que su peor enemiga que te cagas,
la infausta Beatriz acababa de entrar en el bar con su novio Lucho, ex de Lorrina y Ana, hipy oficial
del bar, amiga de ambos.
-Me he apuntado a un cursillo de Tai Chi, -dijo Ana la hipi, otro sobre teatro, y otro sobre
sexualidad masculina.
-Cariño, qué culta y preparada nos vas a salir -repuso su amiga Bea- . ¡Qué chula eres, joía pol
culo!, le chilló, pellizcándole al mismo tiempo la mejilla y la almejilla, en un arrebato incontenible
de varios microsegundos, apenas imperceptible por el resto de la humanidad. Lucho seguía
callado, pensando en viajar.
-Oye Ana, me acompañas al baño, a hacer bollería fina?
-¿Qué?.
-Tú no te preocupes, verás que bien.
Lucho despertó súbitamente de su ensimismamiento y vio a las dos amigas que se iban al baño.
Donde estaban ya terminando de cotillear sus enemigas Vanesa, Katia y Lorrina.
Jose y Fernan apartaron la mirada de aquellas tres extravagantes muchachas y volvieron a leer la
carta de Merry, que era lo único que parecía tener sentido.
“La cocina es un lugar para la alquimia pura, mientras transformas los alimentos hay un acto
paralelo de transformación del yo. Nunca se sabe qué va a salir de ahí,depende de las mezclas que se
hagan y como reaccionen éstas juntas. Después de éste intenso día de magias cocineras voy a visitar
a la lunita que está toda coqueta y está brillando tan fuerte que parece que me llame, creo que quiere
invitarme a dar una vuelta por esa arenita tán fina para que la brisa fresca del río me pueda besar en
esta noche clara. Adiós desde mi pequeño paraiso. Merry”.
-Fíjate, Merry está cumpliendo su sueño. Se le nota en la forma de escribir. Es feliz. Dijo Jose.
-Sin embargo, para otros, hacer eso sería una locura.
-A veces, una locura es no hacer aquello que se desea. Cuando hablo contigo me da la sensación de
que aquí estamos como atontados, en este supuesto colchón del bienestar. Que los que vienen de
lejos están como más vivos. Lo supe cuando el otro día un argentino me dijo que los poemas son
como grandes olas que chocaban contra un muro, incesantemente, una y otra vez. Nunca había oído
a nadie hablar así. Sin embargo tu eres tan.... previsible. ¿Y tu, Fernan, cual es la mayor locura que
has cometido?.
-Ay, pos no sé. Ahora mismo no caigo, así en frio. Quizá fue una vez que vine borrachuelo este
verano de una noche de marchuki, y con todo y eso, a las tantas de la mañana me puse a chatear.
Quedé con un desconocido en la playa, para pasar el dia sin conocerle de nada.
Un hombre de unos cuarenta años de larga barba y traje gris garabateaba un cuaderno, solitario en
un rincón del bar, mientras bebía una copa de aguardiente. Pecado es ver pasar un cuerpo
armonioso y no bendecirlo. Pecado es no haber sentido en las retinas la caricia rosada del sol
besándote el rostro mientras juega con la brisa en las ruinas de la fortaleza del puerto. Pecado es no
saber lo que es el corazón desarbolado del ser amado latiendo junto a tu pecho, después de haber
trotado sobre la playa como dos caballos purasangre que se desbocaron cuando la tempestad se
desató. No desear a quien se ama, cuando se ama. No amar la belleza. No amar al mar. No amar. Es
pecado. Es pecado no pecar. Es pecado morir. Es pecado no vivir en vida. Así que ahora que podéis,
pecad como pescadores que se hacen a la mar por vez primera. Como marinos que arriban a un
puerto del Caribe en día de fiesta o hace falta la muerte para que vivamos, escribía en su cuaderno el
hombre solitario que bebía aguardiente”.
-No había dormido en toda la noche. Cuando al día siguiente, se me iba quitando el sopor de la
borrachera me sorprendí a mí mismo montado en un autobús, camino a no sé qué playa, para
encontrarme con no se quién. Y ganas me entraron de parar el autobús. Estaba asustado, yo mismo
me sorprendí de lo que estaba haciendo.
-Pero. ¿No te divertía?.
-No. Lo que parecía iba a ser divertido era producto de mi borrachera. En el autobús ya me di cuenta
que no había camino de regreso, ya tenía que llegar a la estación.
-¿Y te bajaste y cogiste el autobus de vuelta?. ¿Que hiciste?.
-Pues nada. En la estación, vino un hombre y se acercó a mi. Era él. Me dijo que me tenía el coche
en la puerta. En el coche estaba esperando otro hombre.
-¡Tres!.
-Yo estaba sufriendo, temiendo lo mismo que tu has pensado. El caso es que me monté en el
coche... más locura todavía.Y venga andar con el coche...
-Esto se pone verdaderamente interesante.
-Y yo venga a dar conversación intrascendente... para quitar hierro a la situación. Para relajarme,
cosa imposible. Y para intentar conocer mejor a estos perfectos desconocidos que me llevaban vete
tú a saber dónde. Hasta que les pregunté que dónde me llevaban porque la playa estaba cerca de la
estación. Llevábamos mucho rato en el coche y el caso es que me llevaban por un camino que no era
asfaltado y eso ya hizo que se me erizara el pelo. Me metieron por un sendero abierto entre
unos cañaverales y eso ya me alarmó.Les dije que yo iba con ellos con la condición de que
pasáramos un día de playa. Sólo eso. Y no sabía dónde me estaban llevando por esos sitios. Estaba
ya a punto de abrir la puerta y tirarme como en las películas. El hombre que me recogió en la
estación me agarró por el hombro y me dijo: vamos a pasar un día de playa tal y como te prometí.
El que conducía el coche era el amigo del chateador. Era extranjero. Alemán. Rubio. Alto. Con
bigote. Aparentaba tener unos 35 años. El otro aparentaba tener más o menos la misma edad.
Moreno. Daban la impresión de ser unos viciosos que se habían puesto de acuerdo para hacer esta
locura conmigo, pero yo no estaba por la labor.
Has de reconocer que fue una locura por mi parte y quizá sea la mayor locura que jamás haya hecho.
Pues bien yo nunca había estado en una playa nudista antes, es más, yo tenía mucho apuro en
desnudarme. Tengo buen cuerpo, lo reconozco, pero me daba corte el mostrarme. Cuando llegamos,
aparcó el coche y allí estaban todos sus amigos y amigas... con sus hijos pequeños. Todos habían
quedado para almorzar juntos, como dios nos trajo al mundo, junto a las olas del mar y acariciados
por la brisa del mar. Eran hipis enrollados. Nos hicimos amigos y cuando les conté lo que se me
pasaba por la mente durante ese trayecto.... se partieron de risa.
El boxeador tenía en sus ojos la fuerza de la rabia veinteañera de dientes apretados y golpes
recibidos en el alma uno tras otro sin nisiquiera entender porqué. El hombre huraño de barba
romana y hálito alcohólico en el alma, tenía la fuerza de miles de revoluciones irrealizadas, miles de
sueños incumplidos y miles de mujeres olvidadas. El joven boxeador miró al otro con ira contenida.
El alcohólico le devolvió otra mirada sobre la que galopaban caballos desbocados.
-¿Que pasa?. Che. ¿No somos seres humanos?. ¿No creemos en la palabra?.No sean boludos. Les
separó el argentino.
Cuando los dos grupos de mujeres sin piedad se cruzaron hubo un silencio denso y entonces acertó a
pasar por allí un matojo de hierba seco rodando y se levantó un aire desagradable, las glándulas
sudoríparas comenzaron a manar. Se echaron muy malas miradas, de esas que rajan y que hacen que
las féminas olviden que son el sexo débil y es entonces cuando sacan sus garras. Vane y Bea tenían
sobre sus espaldas, un poco de chepa, y escalofriantes historias difíciles de olvidar y de entender por
las mentes bienpensantes de aquel pueblo pequeño, sureño y agosteño aunque fuera enero.
Aquello se estaba volviendo inconmensurable, inenarrable e indekapable (palabra nueva
que me he inventado para poder narrar lo que estaba pasando). Cuando se cruzaron por el pasillo,
Vane le dijo a Bea, -¿qué pasa, ya vas a echar a perder a la pobre Ana con tu bollería fina?.
-Mira quién fue a hablar. De casta le viene al galgo, porque tu madre bien que se lo monta con las
vecinas y tú lo sabes y callas -dijo Bea-. Anda y vete a hacer gárgaras, niñata, que el agua pasada no
mueve molinos.
-Zorra, cocainómana, bollera, tortillera -dijo Vane gritó !cochinaaaaa¡ antes de lanzarse encima de
la otra como queriendo comprobar si el pelo negro tan bonito que llevaba era natural, o por el
contrario era un pelucón de travesti que hubiese encontrado por alguna tienda de todo a un euro. Y
en defensa de su amiga, que ya se revolcaba por el suelo con la ropa hecha jirones, se unieron a la
trifulca las otras muchachas. Cinco niñas andaban dándose mamporros en el suelo del pasillo del
cuarto de baño en aquel bar de la plaza más céntrica de aquel pueblo sureño, agosteño aunque un
poco angoleño.
-Tortillera!, le decía una y otra vez Vane a Bea. Ana la hipy defendía a su amiga: tú te callas, que no
tienes ninguna dignidad, ni sentido moral ni estético.¿Cómo se puede ir por la vida sin conocer a
Marx, ni haber leído nunca a Borges ni a Benedetti?. Y mientras pronunciaba las tres sílabas finales
del nombre del insigne poeta daba por cada sílaba, un golpe con la pierna en el estómago de
Vannette, mientras recitaba: Me gustas cuando callas...
-¡Por lo menos les hago disfrutar porque lo que eres tú eres una calientapollas, dejas a los tíos con
las ganas.Entonces estalló de pronto Lorrina sacándose la espinita que llevaba clavada contra Ana
desde hacía años, y le arreó tal ostia que ésta quedó tendida bocabajo en el suelo del cuarto de baño,
llena de meos y otros líquidos inenarrables.
Mientras tanto, y ajeno a todo cuanto ocurría, Lucho seguía ensimismado en sus pensamientos.
En el fondo quizá no necesitaré irme por el mundo con el telescopio para ver si veo un
agujero negro porque yo con ver el agujero de la Bea tengo bastante. Como sus papás son ricos y de
buena familia, bien pensado, dejar preñada a Bea será mi gran contribución a la lucha contra el
capitalismo...
Un borracho vió al aprendiz de boxeador y al hombre de torva mirada malencarados y los azuzó
como perros en una batalla. Las palabras comenzaron a elevarse de tono y se intuyó la pelea. Las
hormonas comenzaron a salir por la piel. Las pupilas se dilataron. Los músuclos se tensaron como
las cuerdas de una guitarra. El camarero retiró vasos, botellas, y otros objetos cortantes. La gente se
alejaba y afuera llovía de forma inclemente.
De repente, el ambiente del local se alteró, se oyeron gritos. La gente empezó a
mirarse, como preguntando ¿que pasa?. Ha empezado a nevar, dijeron y todo el mundo salió afuera
a conmemorar aquel verdadero portento de la naturaleza que hacía cincuenta años que no se
producía por aquellas latitudes.
Merry finalmente pudo viajar a Perú, escapándose de la caravana desde Ecuador y gracias a la ayuda
económica de una amiga, se aquedó allí algunos meses más, el tiempo justo para conocer a un chico
el 14 de febrero, que la hizo madre justo un año después.
Fernando murió en accidente de tráfico pocos meses después.

Xoroi


Allí estaba Yusuf, aún vivo, libre, superviviente en el centro de sí mismo, rodeado por un infinito
azul, solo cortado por el eterno acantilado, en la breve lengua de arena, contemplando la peor
escena que un corsario como él podía imaginar. El sol se ponía sobre el horizonte de su
esperanza, y contra él se recortaban las velas de su nave, que ya marchaba rumbo a la lejana Izmir, con sus bodegas llenas de un botín compuesto por animales de granja, alimentos frescos recién robados en las huertas de la isla, algunas armas incautadas y una decena de esclavos.
Zeino, el despiadado jefe de aquella expedición, acordó con sus dos hombres de confianza Devrim y Temel, desviarse hacia el norte, tras zarpar de Argel, donde gozaron de la hospitalida del mismísimo virrey Eludj Alí.
Lograron así sortear una tormenta, pero acabaron en aquella isla poco poblada, cuyas pequeñas playas rodeadas de altos acantilados, al abrigo de los fuertes vientos del norte y de los enemigos, eran el mejor refugio.
Mientras amainaban los vientos decidieron rapiñar los pueblos y las huertas que encontraron a su paso, pero en pocos días los isleños encendieron hogueras, hicieron señales de humo para
comunicarse el peligro, enviaron a los marinos mas avezados a que desafiaran la tormenta en varios "llauts" para pedir ayuda en las costas más cercanas, a un días de distancia y organizaron para defenderse partidas que ya se encaminaban a la cercana playa donde fondeaban los berberiscos.
Pero allí ya sólo quedaba Yusuf y sus brillantes ojos negros derramando lágrimas en la solitaria
arena, contemplando incrédulo un mar de olas desoladas, murmurando nosequé desgracias,
distante como nunca, engullía al sol, y el barco al que había dedicado tantos sufrimientos.
¿Porque?, preguntaba el desgraciado a las olas, que le repondían con un desconocido lenguaje de
oscuras y extranjeras espumas, devolviéndole con cada onda que arribaba a la arena, la misma
pregunta. Porqué, porqué, porqué repetían el oceano y el eco del acantilado una y otra vez ante un hombre arrodillado, harapiento y extranjero en tierra enemiga.

Sollozos de espuma consolados por las arenas, pero no aquellas de su bien conocido amigo el
desierto coronado de alegres palmeras, sino aquellas arenas tristes, aquel silencio, cansancio, muerte de arena.
Pero la fuerza del mar se fue deslizando en su alma y entonces él decidió que no sabía cómo, pero sobreviviría y no solo eso, además adoptó la firme decisión de que sería feliz junto a una mujer que lo quisiese.

Cuando recuperó el sentido de la realidad el viento había amainado y soplaba del noroeste, eso
ayudaba la singladura de sus antiguos compañeros. -Así se los trague el océano- masculló entre
dientes. Pero el viento le trajo también sonidos de perros furiosos del interior de la isla. Entonces sus instintos más primarios le empujaron a huir hacia los caminos que iban a los acantilados, donde recordó que le habían dicho que había unas cuevas, guiado, casi salvado, por la luna llena,
que se erguía de puntillas sobre el horizonte, los caminos le condujeron a un callejón sin salida,
pues llegó el momento en que no podía seguir corriendo, pues un acantilado de 25 metros de alto
le cortaba el paso, miró hacia atrás y comprobó con pavor que las luces de las antorchas se
acercaban acompañadas ladridos de los perros, entonces perdió el equilibrio y cayó al vacío,
con tal suerte que pudo asisrse a la rama de un pino, luego comprobó en medio del vacío de la
noche y del estruendo de espumas que rompían contra la piedra, que había un saliente de roca por donde podía caminar, un pequeño camino que le conducía hacia una cueva que nada mas ver reconoció como un lugar ideal para pasar el tiempo que fuese necesario.

No le asustaban las alturas, era fuerte y valiente, y de adolescente ya le gustaba subirse a los
acantilados cercanos a Karaburun a coger huevos de las aves que allí anidaban así que se encontraba a sus anchas. Mucho más a gusto se sintió cuando vió llegar a las alturas del acantilado a los canes a la playa, y a cientos de pequeñas luces, antorchas que le buscaban y poco después se alejaron y lo dejaron en paz, dándole por perdido. Entonces él se inclinó de rodillas hacia el sureste y dió gracias a Alá por haber escapado con vida de aquel trance, y se prometió que pronto estaría de vuelta en Izmir.

A la mañana siguiente cuando abrió los ojos vio el mar en calma y un paisaje muy hermoso. Tras las oraciones de la mañana, comprobó que la cueva era mucho más profunda de lo que podría haber imaginado y se maravilló cuando se introdujo en ella y comprobó su buena ventilación con varias entradas para la luz a modo de ventanas. También comprobó que la cueva tenía varias entradas, las disimuló con ramas . Además había un arroyo de agua dulce.
Al principio no se alejó demasiado de su cueva, por precaución, pero poco a poco se fue adentrando hacia tierras pobladas de olivares, pinos encinas, algarrobos y alguna que otra palmera. Observó un gran cerro en medio de la isla y supo por el trasiego de los carros que se trataba de un lugar rico, lleno de pequeñas ciudades y muchas huertas.

Comprendió que no se trataba de un mundo tan ajeno al suyo, que había muchas cosas en común, y con el tiempo tiempo aprendió a escuchar a la naturaleza, -como buen seguidor de la esucela sufí- sobre todo, a aquel mar antiguo, que se hizo su mayor consejero, oyendo sin descanso la silenciosa confesión de sus recuerdos.

Más por culpa de la soledad que por otra cosa, se acercaba a algunas casas rurales a curiosear y sin querer aprendía algo de aquel idioma que no le era del todo ajeno, pues lo había oido en muchos barcos en los que había cruzado tantas veces el Mediterráneo. Como buen marinero en seguida reconoció por los gestos y las conversaciones, el nombre que daban a los difernetes vientos, xaloc, tramontana, mestral, gregal, o levante, que gobernaban la vida en la isla influyendo en el mar, en la tierra y entre sus gentes, sobre todo la temible tramontana del norte.
Mientras, crecía la preocupación en todo el archipiélago por el constante azote de las incursiones
de piratas berberiscos que se convirtieron en una auténtica plaga y se tomaron medidas inmediatas.
Se comenzaron a construir torres vigía, crearon patrullas ciudadanas y pequeñas flotillas de
galeones patrullaban las islas en busca de posibles invasores. Sin embargo, en aquella apartada isla nada parecía ocurrir, por el momento. En el pasado las numerosas incursiones de piratas hicieron que las autoridades pensasen seriamente despoblar y abandonar la isla. Sus habitantes se negaban a aceptar la pérdida de sus tierras y enviaban toda case de cartas a las autoridades informando de la situación "andan tan señores de la mar los dichos turcos y moros corsarios, que no pasa navío de Levante que no caiga en sus manos, y son tan grandes las presas que han hecho, así de christianos cautivos como de haciendas y mercancías, que es sin comparación y número la riqueza que los dichos turcos y moros han avido, y la gran destruición y assolación que han hecho en la costa.

Las tierras marítimas se están incultas, bravas y por labrar y cultivar; porque a cuatro o cinco leguas del agua no osan las gentes estar: y así se han perdido y pierden las heredades que solían labrarse en las dichas tierras".

El día en que María, -la solitaria y célebre joven viuda con dos hijos, objeto del deseo y
víctima de un Duque, cuya vida fue de boca en boca por toda la isla y luego fue olvidada-, vió a
Yusuf bañarse desnudo en su pequeña cala, algo se movió en su interior así que decidió espiar
secretamente a aquel hombre y poco a poco fue admirando heroicamente su belleza morena, de
aspecto familiar. -No es de aquí, -se dijo-, parece de una isla cercana-. Aunque bien pensado, los
hombres desnudos no tienen grandes diferencias de unas regiones a otras. María esperaba ya poco de la vida cuando encontró a aquella especie de náufrago, a su vez una tabla a la que amarrar el naufragio de su propia existencia. Solo podía dar de nuevo que hablar a las aburridas lenguas de la isla, así que no tenía nada que perder ni qué pensar.

No desaprovechó la ocasión, y al domingo siguiente después de misa, volvió a la posada en
que trabajaba y se tomó el resto del día libre, cogió algo de comida, la puso en una cesta
y se fue a la playa. Allí se aseguró la atención del náufrago que pareccía surgir súbitamente de las rocas y cuando estuvo segura de que la miraba se quitó la ropa y se dió un baño. Como él no
respondía quizá por miedo, se le insinuó con gestos y se contorneó varias veces, lo suficiente como para conducirle a aquella escena bajo los árboles que jamás olvidaría en su vida. Yussuf consideró aquello como un regalo del cielo y rezó más que nunca a Alá, en primer lugar para que aquellos encuentros no terminasen y en segundo, para que la mujer a la que él llamaba Azahara, -igual que en las leyendas de la lejana Alándalus-, creyese lo que él le decía por señas, no conocerá el idioma, pensó ella. Así, el le pidió que no revelase a nadie su paradero pues su vida dependía de ello.

-Te llamaré Xoroi, -dijo ella-. Que quiere decir bello-. Y él respondió con una sonrisa aprobatoria.
Pronto, los dos amantes alcanzaron gran confianza y compenetración, las visitas de María se
repetían cada fin de semana y el cariño fue creciendo entre ellos. El no era un salvaje como ella
podría haber pensado inicialmente, ni ella provocaba los recelos y la desconfianza del huidizo y
asustado extranjero.

Yusuf le mostró el escondite de su cueva y ella se quedó estupefacta, pues estaba acondicionada
como una vivienda limpia y cuidada. En algún rincón del suelo terroso el náufrago había sembrado tomates, pimientos y otras plantas que le servían de alimento, creando un sistema de reigo, alimentado por la recogida de aguas de lluvia, que iban a parar a un hueco en el suelo que hacia de cistrena o piscina natural. En otro había cerrado un espacio con palos y cañas y allí criaba aves de corral robadas de granjas cercanas. Las paredes estaban adornadas con restos de redes, conchas marinas y otros objetos hechos por el hombre que el mar acercaba hasta la playa.

Trozos de pared rocosa estaban pintadas con dibujos geométricos hechos con pinturas naturales diluyendo tierras rojas y blancas en agua. Las "ventanas" naturales, huecos con forma eliptica que daban al mar, estaban protegidas con fuertes maderas atadas. En otro rincón había construido una especie de chimenea con piedras y adobe donde cocinaba y se calentaba. Desde el primer momento, María, -Azahara en su nueva vida- quedó encantada con aquella imporvisada casa, que decía mucho de quien la habitaba, mucho mejor que el cuarto de la posada de Alaior donde malvivía casi como una esclava con sus pequeños.

Cada vez que iba a la cueva de Xoroi vivía los mejores momentos de la semana, sentía la libertad mientras nadaban desnudos por quellas aguas cristalinas junto a los acantilados al abrigo de las
miradas, cogían peces frescos, mariscos y crustáceos, huevos de aves que comían mientras veía
ponerse el sol en el océano. Ella sintió aquella cueva y a aquel hombre como algo suyo. Sin
embargo, el resto de la semana discurría anónima y desdibujada por entre los vistantes de la posada, anhelando que llegara el domingo para ir a visitar su pequeño tesoro secreto.

Le relación entre Azahara y Xoroi fue ampliándose con todo tipo de beneficios mutuos, ella
mantenía el secreto de aquel bello náufrago, le enseñaba algunas palabras en la lengua de la isla, que el aprendía rápidamente gracias a su curiosidad innata, le proporcionaba herramientas para cortar y trabajar la madera, para que construyese muebles y alguna pequeña balsa para moverse con mas facilidad por mar y le llevaba alimentos. A cambio, él le ofrecía la hospitalidad de su cueva, y de buen grado enseñaba a los dos niños de Azahara, Joan y Jordi, de ocho y diez años a pescar con una rudimentaria caña, a cazar, a nadar, a cocinar, a navegar a escalar las paredes de los acantilados y en una palabra a ser hombres fuertes, libres e independientes. Los niños apreciaban sentir por primera vez la figura de algo parecido a un padre y la madre valoraba en lo más profundo que aquel hombre la tratase como a su esposa, sobre todo después de haber sido ignorada cuando no maltratada el resto de su vida, por eso tenía miedo de preguntar más de la cuenta a Xoroi.

Ambos estaban viviendo una especie de sueño hecho realidad y temían que acabase.
A pesar de la precaución extrema con que se conducían Azahara y sus hijos no pudieron evitar
levantar sospechas, cuando les veían los dueños de la posada en que trabajaba, coger cantidades
inhabituales de comida, aquella ropa de día especial, o aquella injustificada expresión de alegría.
-Esta esconde algo-, dijeron. Fueron poco a poco sacando la madeja por el hilo, atando cabos,
levantando sospechas, comprobando cómo desaparecían aves de corral y otros alimentos de las
granjas, mirando extrañas huellas sobre la tierra, haciendo preguntas a los hijos de María y
escuchando nuevas quejas de otros campesinos que habían notado que les faltaban algunas
hortalizas o gallinas desde hacía meses.

Y la respuesta llegó un domingo de verano. Les bastó seguirla hasta la cueva de los acantilados
para comprenderlo todo. Cuando los soldados entraron en la cueva, armados de mosquetes y
espadas lasorpresa les paralizó, la cueva convertida en una casa llena de galerías y sinuosidades. El musgo se mezclaba con las estalactitas y un helado aliento acompañado de un sordo rumor de
palabras llegaban de lo más profundo. Los soldados entraron doblaron un recodo y oyeron un ruido, apuntaron con sus armas y solo vieron a María aterrorizada apretando contra sí a sus dos hijos pequeños. Llevaba el pelo suelto y su tez era pálida, sus ojos expresaban un sentimiento profundo e inescrutable. Cuando los soldados dieron el primer paso hacia la mujer, de la oscuridad salió la mirada fiera de Xoroi que intentó inútilmente reducir a los soldados. Cuando se cansó de luchar y se dió cuenta de que los soldados se aprestaban a disparar, prefirió correr y lanzarse ciegamente al vacío de los acantilados ante los gritos de pavor de Azahara, mientras veinte metros más abajo, solo vieron el mar pardo, oscuro, casi de luto, pero ribeteado de espumas blancas llenas de esperanza.

Xoroi había pasado defintiivamente a la leyenda.
Jamás nadie en aquella isla sabría nada más de él. Infructuosamente buscaron durante horas su
cuerpo, pero no lo encontraron. Los soldados solo pudieron llevarse a María y a sus hijos de vueltaa la posada donde trabajaba en la villa de Alaior. Ella cayó en un mutismo absoluto, no hablaba apenas, y respondía con vaguedades ante las preguntas de todo tipo que le hacían sus
convecinos. En el siguiente mes, ella pareció olvidarse por completo de su vida pasada y se
reintegró con una pasmosa normalidad a su nueva vida, como si Xoroi no hubiese existido jamás.
Una noche bien entrada la madrugada cuando todos dormían Azahara se levantó en su cuarto de la posada, vistió a sus dos niños, salieron sin hacer ruido ni ser vistos por nadie y se dirigieron hacia la playa cercana a la cueva de Xoroi. Una vez llegó a la playa la luna llena dibujó con toda nitidez una pequeña barca hecha a mano, en su interior, un hombre reamaba. Cuando la barca llegó hasta donde estaba la mujer,el hombre puso pié a tierra y su huella quedó grabda en la arena, de repente las nubes dejaron paso a la luz de la luna llena y descubrieron a Xoroi que avanzaba hacia ellos.
Azahara y los dos niños le abrazaron emocionadamente, le habían echado mucho de menos. Tal y como habían acordado meses atrás, se subieron en la barca y remaron con destino a un futuro mejor.
En la isla que dejaron atrás, quinientos años después aún corre de boca en boca la leyenda de Xoroi, aquel moro pirata abandonado por los suyos en la playa que supuestamente raptó a una mujer del vecino pueblo y la llevó a vivir a su cueva. Cuando afuera sopla la tramontana las madres cuentan a sus hijos mientras los arropan en la cama antes de dormir que tienen que portarse bien y dormirse pronto o de lo contrario podría venir el moro pirata Xoroi, violento y feísimo, hasta con una oreja menos, que aún se desliza por los campos y las huertas de la isla, sediento de sangre, enmascarándose en las sombras.

Por este motivo los habitantes de aquella isla, no pueden dejar de sentir un escalofrío procedente de lo más profundo de la primitiva cueva de su alma cuando ven llegar a los inmigrantes árabes de nuestros días, en los que ven quizá aquel indómito y peligroso Xoroi. En la cueva de las leyendas se esconde el otro lado de la realidad, que siglos después siguen cumpliendo su función
propagandística o ideológica.